A los setenta años comprendí que lo más terrible no es un piso vacío, sino una casa llena de personas para las que no significas nada.
—Otra vez compraste el pan equivocado —la voz de mi nuera Claudia resonó como un cuchillo mientras deshacía las bolsas en la cocina—. Te pedí sin levadura. Es la quinta vez que te lo digo.
Cogió la barra que traje y la examinó con desdén, como si fuera algo repugnante.
—Claudita, lo siento, se me olvidó. He tenido mucho lío.
—Siempre estás liada, Ana María. Y luego tenemos que comérnoslo. A Álvarito le puede dar alergia.
Dejó el pan sobre la encimera con aire de superioridad, como si hacerme un favor al no tirarlo a la basura. Tragué saliva. Mi nieto Álvaro tiene seis años y jamás ha tenido alergia al pan normal.
Entró mi hijo, asomando la cabeza.
—Mamá, ¿has visto mi jersey azul?
—Sí, Javier. Está en la lavadora, ayer lo—
—¿Para qué? —no me dejó terminar—. ¡Iba a ponérmelo hoy! ¡Vamos, mamá!
Se marchó, dejándome con ese «vamos, mamá» lleno de irritación que últimamente dolía más que una bofetada. Lavé su ropa. Me preocupé. Y otra vez, la culpa era mía.
Caminé despacio hacia mi habitación, pasando por el salón donde Claudia ya contaba por teléfono a una amiga que «la suegra otra vez con sus cosas». La risa al otro lado era igual de hiriente que sus palabras.
Mi cuarto era el único refugio en esta casa grande, que antes acogía, ahora zumbaba como un enjambre. Voces, gritos de niños, la tele, puertas que se cierran. Ruido. Gente. Y una soledad que ahoga.
Me senté en la cama. Toda la vida temí quedarme sola. Temí que mis hijos se fueran y me quedara entre paredes vacías. Qué tonta fui.
A los cincuenta y cinco años entendí que lo peor no es el silencio, sino estar rodeada de quienes te ignoran.
Eres un accesorio gratuito. Una función que falla. Sirve, trae, lava, pero solo como ellos quieren. Un paso en falso y molestas, estorbas, irritas.
Esa noche lo intenté de nuevo. Javier estaba con el portátil, frunciendo el ceño.
—¿Hablamos?
—Mamá, ¿no ves que trabajo? —ni siquiera alzó la vista.
—Solo quería…
—Luego, ¿vale?
El «luego» nunca llegaba. Ellos tenían su vida, sus planes, sus conversaciones. Y yo era… el decorado. Como un sofá viejo o una lámpara pasada de moda. Presente, pero invisible.
Llamaron a la puerta. Era Álvarito.
—Abu, léeme —me tendió un cuento.
El corazón me dio un vuelo. Ahí estaba, mi rayo de luz. El único que…
—¡Álvaro! —apareció Claudia—. ¿No te dije que no molestaras a la abuela? Vamos, te toca la tablet.
Le arrebató el libro y se lo llevó de la mano.
Me quedé mirando la puerta cerrada. Y entonces supe que no podía seguir siendo invisible. Algo tenía que cambiar. O desaparecería entre estas paredes como un fantasma.
La decisión tardó en llegar. Maduró mientras fregaba platos, hacía la compra y aguantaba punzadas en silencio.
Cuajó cuando encontré en la basura casi toda una cazuela de mi paella —«demasiado grasa, estamos a dieta»—.
Empecé por lo pequeño. Por mi espacio.
El sábado, mientras todos dormían, bajé las cajas con las cosas de mi difunto marido.
Sus libros, herramientas, fotos viejas. Las ordené en el salón, en la mesa grande. Quería hacer un rincón en su memoria, colgar su retrato.
Claudia bajó primero. Se quedó paralizada en el umbral, como si viera cucarachas.
—¿Esto qué es?
—Buenos días. Estoy ordenando cosas.
—Ya veo. ¿No puedes hacerlo en tu cuarto? Has llenado el salón de trastos. Hoy vienen invitados, por cierto.
—También es mi salón —dije con firmeza, sorprendida de mi propio tono—. Y son las cosas de tu suegro. El padre de Javier.
Ella resopló y se fue a la cocina, haciendo sonar la tetera con énfasis. Diez minutos después llegó Javier, atraído por el olor a café y la rebelión materna.
—Mamá, ¿qué montas? Claudia dice que lo has llenado todo.
—Quería colgar el retrato de tu padre. Ahí.
—¿Ahí? —miró la pared, luego a mí—. ¿Estás loca? Tenemos un diseño moderno. Claudia quiere poner un espejo.
Ah, claro. Un espejo. Moderno. Más importante que la memoria de su padre.
—Javier, esta es mi casa.
—Aquí vamos —pusió los ojos en blanco—. Siempre con lo mismo. ¡Aquí vivimos nosotros! ¡Hicimos reformas!
Reformas: pintar una pared de verde limón en la cocina. Nada más.
—Por eso quiero que siga siendo un hogar, no un escaparate con espejos de moda.
La gran conversación llegó esa noche. Vinieron juntos, con caras serias, ensayadas. Se sentaron frente a mí.
—Mamá, hemos pensado —empezó Javier con voz melosa—. Esta casa es grande para todos. La luz, la limpieza…
Claudia continuó, con mirada inocente:
—Sí, Ana María. Nos preocupamos por ti. Será mucho para ti cuando nos vayamos.
Un escalofrío me recorrió.
—¿Adónde irían?
—Queremos vender la casa —soltó Javier—. Comprar un piso nuevo para nosotros. Y para ti, un estudio. Pequeño, acogedor. Pero tuyo.
Los miré alternativamente. No bromeaban. Ya lo tenían decidido. Ya repartían el dinero de mi casa. Mi fortaleza. Mi vida.
—¿Vender… mi casa?
—¿Tuya? —Claudia sonrió con descaro—. Nosotros también vivimos aquí, invertimos. ¿O quieres que te mantengamos eternamente?
Me levanté. Las piernas temblaban, pero me erguí.
—No.
—¿Cómo que no? —Javier frunció el ceño—. Beneficia a todos.
—He dicho que no. Esta casa no se vende. Nunca.
Miré a mi hijo a los ojos. Solo vi frustración y cálculo. La máscara de la familia amorosa se cayó. No era solo un estorbo.
Era un obstáculo para su «futuro brillante». Y estaban dispuestos a eliminarlo.
Mi «no» flotó en el aire. Javier enrojeció. Claudia palideció, apretando los labios.
—No lo entiendes —sisé él—. No es una petición. Ya contactamos a un agente inmobiliario.
—Cancélenlo —respondí con calma. No era fácil; por dentro temblaba. Pero si cedía, me devorarían.
—¡Vivirás en tu estudio y te alegrarás! —chilló Claudia—. ¡Deja de amargarnos la vida con tus tonterías!
—Claudia —la reprendió Javier, pero luego se volvió hacia mí—. Mamá, ¿cómo nos haces esto? ¿A tu hijo? ¡Lo hago por la familia! ¡Por tu nieto!
Fue un golpe bajo. Pero ya no funcionaba.
—Mi nieto visitará esta casa. La de su abuela. No un pisito anónimo comprado con la memoria de su abuelo.
—¡Ah, ya! —Claudia saltó—. ¿Así que nosotros no valemos nada? ¿Osamos pedir algo?
La miré. Por primeraY al otro día, con el sol entrando por las cortinas nuevas que compré solo porque me gustaban, respiré hondo y sonreí, porque por fin entendí que la libertad no era estar sola, sino dejar de estar con quienes te hacen sentir que lo estás.