Hoy me siento destrozada. Mi marido, Álvaro, ha decidido que soy una pésima ama de casa… tras consultarlo con su madre.
Llevamos casados poco más de un año. Antes estuvimos tres años saliendo y creía que nos conocíamos al detalle. Pero ahora entiendo que el verdadero desafío no son los poemas bajo la luna, sino convivir. Él vivía con sus padres en las afueras de Toledo, y yo en Madrid. Siempre me negué a irme a vivir con él antes del matrimonio; pensaba que si alguien te ama, esperará. Y esperó… aunque, por lo visto, su paciencia tenía límites.
Desde que compartimos techo, el amor se esfumó entre facturas, fregar los platos y reproches constantes. Lo más duro es que no solo vienen de Álvaro, sino también de su madre.
Él es temperamental, testarudo y, he descubierto, tremendamente anticuado. Para él, una mujer no debe solo trabajar, sino ser como la Virgen del Remedio: cocinar cocido madrileño perfecto, fregar el suelo hasta que reluzca, planchar en un santiamén… y sonreír como en un anuncio de detergente.
He intentado explicarle que vivimos en el siglo XXI, que yo también trabajo, que tengo agotamiento, que a veces enfermo. Que no puedo llegar a casa tras ocho horas frente al ordenador y transformarme en una asistenta. Pero no escucha. Para él, limpiar y cocinar es obligación mía, como si llevara escrito en el ADN.
Los primeros meses aguanté en silencio. Creí que era cuestión de adaptarnos. Limpiaba lo que podía, cocinaba aunque fuera algo rápido y, si no daba tiempo, pedía comida a domicilio.
Hasta que ayer. Álvaro llegó del trabajo con cara de pocos amigos, se sentó en la cocina y, sin mirarme a los ojos, soltó:
—Mamá y yo hemos hablado… y llegamos a la conclusión de que como ama de casa no das la talla. No te esfuerzas. Hay que limpiar más y cocinar como Dios manda. Como ella lo hace.
Me quedé helada. No es solo que esté descontento… ¡es que ha ido a quejarse a su madre! Los dos me han juzgado y sentenciado: no valgo. No cumplo.
¿Y qué pasa con que pongo la mitad del sueldo en este hogar? ¿Con que trabajo hasta quemarme y también merezco llegar a una casa en orden, donde no me recriminen sino que me reciban con una cena caliente que no haya tenido que preparar yo?
Se queja de que nada me sale “como a mamá”. ¡Claro que no! Su madre está jubilada, sin jefes, sin reuniones por Zoom, con todo el día libre. Yo vivo corriendo, pero hago lo que puedo. Ayer pasé dos horas cocinando, y él solo comentó que la pechuga “no estaba tan dorada como debería”.
Por cierto, él tampoco se apresura a cumplir sus tareas. La bombilla del recibidor lleva tres semanas fundida. El grifo del baño gotea. Pero según él, eso son “tonterías”. En cambio, si hay un poco de polvo en el salón, es el fin del mundo.
Una vez exploté y le propuse un trato: dejaba mi trabajo y me convertía en la perfecta casera. Cocinar, limpiar, planchar sus camisas… pero entonces él asumiría todos los gastos.
A lo que respondió:
—¿Y por qué iba yo a mantenerte sin más?
O sea, quiere una esposa perfecta… pero sin invertir nada. Que trabaje, limpie, sonría y encima dé las gracias por el privilegio de estar con él. Y si no, divorcio. Él no ve otra solución, dice.
Pues yo tampoco veo sentido a esto. El amor no puede ser esclavitud. Estoy dispuesta a ceder, pero no a anularme. No soy su asistenta, ni su cocinera gratis, y mucho menos un tema de debate entre madre e hijo. Soy una mujer. Y merezco respeto. No regañinas de un marido que sigue atado al delantal de su madre.