Silencio tras la ventana

El silencio tras la ventana

Por primera vez en años, su voz rompió el vacío. Era débil, casi ajena, como un eco de un pasado remoto:

—Buenos días.

Las palabras temblaban, como si temieran alterar la frágil calma. Pertenecían a otra vida, a esos amaneceres donde resonaban risas infantiles, donde el ruido de una olla rebotaba en las paredes y unas manitas tiraban de ella hacia la ventana para mostrarle cómo los brotes de lentejas crecían en un tarro al sol.

Carmen abrió los ojos en la penumbra. El techo sobre ella era gris, como el cielo desvaído de este pueblo costero. La habitación estaba tibia, pero una corriente fría mecía perezosamente el borde de la cortina. Otra vez se le había olvidado cerrar la ventana. O quizá la dejó abierta a propósito, como esperando que del exterior llegara una voz conocida. Unos pasos. El golpe de una puerta. Permaneció inmóvil, mirando las grietas del techo, buscando en ellas la respuesta a cómo escapar de este vacío. Un pinchazo de hambre en el estómago la hizo incorporarse. Escuchó: la casa respiraba soledad, obstinada y silenciosa, como si siempre hubiera formado parte de ella.

En la cocina, el tiempo se había detenido. Una taza con rastros de café reposaba en el alféizar, testigo mudo del día anterior. Sobre la tabla, media pera olvidada se oscurecía. Carmen no recordaba cuándo había empezado a cortarla, pero sí el instante en que se quedó paralizada, como si algo se hubiera roto dentro de ella. En la nevera había una foto: un niño de unos seis años, disfrazado de pirata, sonriendo con una luz en los ojos que parecía a punto de convertirse en palabras.

Llevaba más de dos años sin tocarla. Sus dedos se acercaban y se detenían, como si temieran borrar aquella sonrisa. La foto se sostenía con un imán de la farmacia del barrio. Una ironía cruel. Aquel día habían ido a revisarle la vista porque decía que las letras de los libros “bailaban”. Pero no terminó en un hospital. Ni en un diagnóstico. Terminó en un camino que no está en los mapas, que ninguna aplicación puede trazar.

Junto a la puerta seguían sus zapatillas. Pequeñas, con los cordones desgastados. El polvo las cubría como una fina capa de tiempo. Para otros serían un trasto olvidado; para ella, una reliquia. Las evitaba, conteniendo la respiración, como si una mirada accidental pudiera romper el frágil equilibrio de su mañana. Quería guardarlas y no podía. Eran solo trozos de tela y goma, pero contenían un universo entero. Como si alguien pudiera volver y preguntar: *”Mamá, ¿dónde están mis zapatillas?”* Y ella tenía que estar preparada. No para él. Para sí misma.

Carmen preparó un té. Sin azúcar, sin miel. Solo agua hirviendo con hebras amargas. La infusión sabía a sus pensamientos. Fuera, el pueblo seguía su rutina, indiferente como el mar después de una tormenta, donde bajo la superficie sigue el caos pero arriba todo es calma. En ella, sin embargo, el tiempo se había detenido. Como si alguien hubiera desconectado la corriente, y solo algunos destellos de memoria mantuvieran una luz tenue.

Antes daba clases de literatura en el instituto. Adoraba a Cela, no por su crudeza, sino por su verdad. Por encontrar vida hasta en los rincones más oscuros. Por esos silencios que guardaban todo lo que no se podía decir en voz alta. Después de la pérdida, lo dejó. Primero fue una baja. Luego, una renuncia. Al principio no pudo volver. Después, no vio motivo.

El verano pasado, una amiga la llevó a un grupo de apoyo. Fue tres veces. Recordaba la sala fría con paredes blancas, el olor a café barato de la máquina que ahogaba todo, incluso los restos de colonia en la ropa de los demás. Incluso sus propios pensamientos. Recordaba a una mujer con un jersey azul, que había perdido a su hija y hablaba con una sonrisa forzada, como disculpándose por su dolor. Y a un chico en sudadera que se agarraba a la mochila, como queriendo esconderse en ella. Nadie gritaba, pero el aire vibraba como un papel sobre la llama. Carmen se fue. Su dolor le parecía “incorrecto”. Como si no mereciera un lugar entre las otras penas. Como si hubiera perdido algo que solo ella veía.

Escribía cartas. Borradores sin guardar, escondidos en una carpeta del ordenador llamada *Apuntes*. Le escribía a él. *”Ya estarías en segundo de primaria… Seguro que odiarías la avena. Discutiríamos por las mañanas. Te ataría los cordones si no hubieras aprendido. Y tú… mi pirata. Mi risa en la hierba. Mi *’mira, mamá, un barco’*. Mío…”* A veces cortaba la frase a mitad. Punto final. Y silencio. Sin correcciones. Solo su respiración frente a la pantalla y el vacío a sus espaldas.

Hoy su voz sonó distinta. Sin desgarro, sin angustia. Con una determinación cansada, pero firme. Como si algo se hubiera resquebrajado dentro de ella, dejando entrar la luz.

De pronto, Carmen quiso salir. Pasear por el paseo marítimo. Sin prisa. Solo respirar. Su cuerpo, entumecido por años de dolor, recordó cómo moverse. Se puso el abrigo, calzó sus zapatos y se detuvo frente a la puerta. El suelo crujió. El reloj marcaba el pulso de la casa. Entonces se acercó a la nevera, tomó la foto, retiró el imán. Pasó un dedo por la imagen, como si acariciara su mejilla.

—Vamos, pirata. Es hora de vivir —dijo. Su voz no vaciló. Había fuerza en ella. O tal vez esperanza, esa que casi había olvidado.

Salió, cerrando la puerta con cuidado. Y por primera vez en años, cerró también la ventana. No por miedo. Solo porque entendió que, ahora, podía hacerlo.

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