El último instante

Alejandro se asomó por la ventana de su piso en Valladolid, observando a los escolares que corrían por la calle bajo el frío matutino. Unos llevaban abrigos gruesos, otros vaqueros deshilachados y tobillos desnudos, como si el invierno no les afectara. La ventana vibraba con el viento helado, pero aquellos niños parecían inmunes. Él sonrió, casi con envidia. Dio un sorbo al café. Amargo. Ya era tarde para volver a la cocina. Sus manos temblaban levemente. ¿La edad? ¿La presión? ¿O simplemente la soledad?

El móvil parpadeó con una llamada perdida: su hijo. Sabía que debía devolverla. Si no, más tarde escucharía ese tono cansado: «Siempre estás ocupado». Pero no estaba ocupado. Solo no sabía qué decir. Su hijo tenía treinta y un años, un hombre hecho y derecho. Sus conversaciones eran como negociaciones diplomáticas al borde del fracaso. Frías. Cautelosas. Distantes. Todo lo importante estaba escondido bajo capas de silencios y resentimientos. Incluso ensayaba antes de llamar, pero siempre terminaba con lo mismo: «¿Cómo va el trabajo?»

Se abrigó con su viejo gabán, se puso unos guantes de lana —abrigados, aunque ridículos— y salió. El frío lo azotó como un látigo. El aire olía a carbón quemado y a pan recién hecho, ese que vendían en el puesto de la esquina. Las aceras resbalaban como si estuvieran cubiertas de hielo invisible. En la esquina, una mujer vendía empanadillas desde una furgoneta; el vapor escapaba por la puerta entreabierta, cargado del aroma de la masa frita. Recordó cuando las compraba para Elena. Calientes, de cereza. A ella le encantaban, aunque siempre hacía una mueca cuando el jugo le quemaba los labios. Se reía. De verdad. Hasta que dejó de hacerlo. De reír. De esperar. De estar con él.

Ahora vivía en Sevilla. Otro marido, otro trabajo, otra vida. Solo llamaba en fechas señaladas. Su voz sonaba seca, sin emoción. Siempre había algo tenso en su tono, como si necesitara confirmar que él seguía en el mismo sitio. O quizás esperaba que ya no estuviera.

Dobló hacia el parque. Llevaba más de veinte años viviendo allí. El barrio había cambiado: edificios más altos, portales desconocidos, vecinos nuevos. Solo los recuerdos permanecían. Aquel banco donde había tomado la mano de Elena en el noventa y ocho. El bordillo donde se desplomó al recibir la llamada sobre la muerte de su padre. Todo seguía igual. Solo faltaba la gente.

En un banco cerca de la fuente, una chica joven fumaba. Cabello revuelto, mirada inquieta. Como si esperara a alguien que sabía que no llegaría. A su lado, una bolsa y una manta. Alejandro casi pasó de largo, pero algo en sus ojos lo detuvo. Tanta soledad acumulada.

—Perdone —dijo ella en voz baja—. ¿Es usted de aquí?

—Se podría decir —respondió él—. ¿Y usted?

—Estoy esperando a alguien. Tenía que venir. Pero creo que no vendrá.

Su voz era tranquila, casi sin emoción, pero temblaba.

—¿Puedo quedarme un rato con usted? No sé… me da miedo estar sola.

—No es raro —dijo Alejandro, sentándose a su lado—. A veces solo necesitamos que alguien esté ahí. Da igual quién.

Guardaron silencio. Ella apagó el cigarrillo contra el borde de la papelera y apretó las manos entre las rodillas.

—Terminamos hace un año. Dijo que quizá hablaríamos de nuevo. Ayer me escribió, quedamos aquí. A las diez. Ya son las once.

—La gente rara vez cumple sus promesas cuando cree que ya no hay nada que decir. A veces un encuentro es solo una despedida sin palabras.

—¿Y usted… ha esperado alguna vez a alguien? —preguntó ella.

Alejandro tardó en responder. Miró los árboles escarchados, el parque en silencio.

—Toda la vida —dijo al fin—. Primero a mi padre. Luego a una mujer. Luego a mí mismo. A veces esperas sin saber a quién. Ojalá llegara alguien que te dijera: «Sé lo que sientes». Pero solo llega el silencio. O, a veces, un extraño.

Ella no preguntó más. Él no añadió nada. Se quedaron así. Cinco minutos. Diez. Hasta que ella se levantó.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por estar. Solo por estar.

Se fue. Él se quedó, mirando el banco vacío. Luego sacó el móvil.

«Hijo».

Pulsó llamar.

—¿Papá? ¿Me llamabas?

—Sí. Pensé… ¿Qué tal si quedamos el sábado? En el parque. Solo para hablar.

Una pausa.

—Claro —dijo su hijo—. Llevo tiempo queriendo hacerlo.

Alejandro colgó. Se levantó despacio. Observó las huellas en la nieve. Respiró hondo.

Y siguió caminando.
Con cuidado.
Para no pasar de largo ante lo que más importaba.

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