— ¿Por qué te preocupas por esa chica? ¡Ni siquiera es de tu familia!

—¿Para qué te molestas con esa niña? ¡Ni siquiera es tu hija!

Esta es la historia de Lucía, contada por ella misma y compartida con permiso. Cada palabra es verdad, cada detalle resuena en quienes han vivido lo mismo.

Me casé por segunda vez. Mi primer esposo, Javier, murió de manera trágica—volvía a casa en moto y perdió el control. Yo tenía veintiséis años, mi hija Martina apenas dos. Empezábamos a construir una vida, pagando una hipoteca, sin trabajo ni ayuda. Sus padres habían fallecido tiempo atrás, y los míos vivían en un pueblo cerca de Córdoba, luchando por subsistir.

Pero, contra todo pronóstico, alguien apareció. Fue Sergio, amigo de Javier. Nos visitaba, traía juguetes y frutas a Martina, ayudaba en casa. Al principio me resistí—el duelo aún pesaba. Pero con el tiempo, me acerqué. Se volvió parte de nuestra vida. Quizá algunos me juzguen, pero el corazón necesita latir. Javier nunca se fue—sigue en Martina. Pero la vida no se detiene.

Al año, nos casamos. Su familia no lo celebró. Su madre, Carmen, dejó claro desde el principio: *«No queremos una mujer con una hija ajena»*. Pero Sergio insistió. Viviríamos en su casa grande, en las afueras de Sevilla, con huerto y jardín. Mi piso se alquilaría para ingresos extras.

Acepté. Ingenua. Creí en la familia, el apoyo. La realidad fue otra. Desde el primer día, Carmen me ordenaba: *«Lava, cocina, barre, siembra»*. A Martina la ignoraba. Ni un *«hola»*, ni un *«cómo estás»*. Como si fuese invisible. Mi hija se convirtió en una sombra en su propia casa.

Trabajaba sin descanso—en casa, en la tierra. Dolor de espalda, manos callosas. Carmen, nunca satisfecha. Hasta que un día, escuché lo indecible:

—¿Por qué te complicas con esa niña, Sergio?—decía su madre—. No es tuya. Solo gastas dinero en ella. Ten un hijo tuyo, eso sí valdrá la pena.

—Mamá—respondió él, molesto—, ¡basta! Es mi familia, yo decido.

Fingí no oír, pero el corazón se me partió. Esas palabras clavaron su veneno.

Luego nació nuestro hijo, Daniel. Igual a Sergio—los ojos, la nariz, incluso el hoyuelo en la mejilla. Ahí, Carmen revivió. Todo el día pendiente de su nieto. Pero Martina seguía siendo invisible. *«No lo toques»*, *«aléjate de tu hermano»*. Un día, empujó a Martina con tanta fuerza que cayó. Exploté.

—¡Basta!—grité—. ¡No es un estorbo, ni basura, ni un error! ¡Es mi hija, y la respetarás!

Hubo gritos, reproches. Después, Carmen calló. Ya no la maltrató, pero el cariño nunca llegó.

Hace poco, ocurrió lo último. Sergio descansaba en el sofá un domingo. Me llamaron del colegio: Martina se lastimó la pierna en gimnasia, la llevaban al hospital. Corrí hacia él:

—¡Vamos! ¡Martina está herida!

Él solo apartó la mano:

—No es mi hija. ¿Para qué perder mi día libre? Que se quede en el hospital, así descansa.

Sentí asco. Pánico. Tomé a Daniel y salí corriendo. Un vecino, taxista, nos llevó al hospital. Gracias a Dios, solo fue un esguince. Tratamiento y a casa.

Pero a casa de mis padres. Llamé a los inquilinos: *«Desalojen, estamos volviendo»*. En una semana, nos iríamos.

Al anochecer, Sergio llamó:

—¿Dónde estás con Daniel? ¿Qué pasa?

Respondí tranquila:

—No volveremos a tu casa. Tengo dos hijos. Si aprendes a querer a los dos, ven. Pero solo a MI casa.

Calló. Colgó.

No sé qué decidirá. Pero yo ya elegí: prefiero la soledad a vivir con quien no ve a mi hija como persona.

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MagistrUm
— ¿Por qué te preocupas por esa chica? ¡Ni siquiera es de tu familia!