Secretos familiares y un nuevo hogar

**Secretos familiares y un nuevo hogar**

—¡Venid al pueblo con tu marido! —insistió la madre de Vera.
—Claro, mamá, iremos —respondió Vera, disimulando el cansancio en su voz—. Laura terminará los exámenes e iremos todos. Adrián también quiere. Antes iba a ver a su familia al pueblo, pero desde que fallecieron sus padres, ni pisarlo.
—¿Cómo es eso? —se sorprendió la madre—. ¿No tiene hermanos, primos…?
—No le gusta hablar de eso —susurró Vera—. Visitamos las tumbas, pero solo un día, sin ver a nadie. Adrián les ayudaba mucho, pero tras su muerte, todo se torció…

—Vera, ¿por qué cargas tú con todo? —se quejó la madre—. ¿Qué clase de marido es ese? Un hombre sano, y tú lo justificas. ¡Cuídate tú! Lo único que hace es sacar la basura…
—Mamá, ya hemos hablado de esto. No cargo con nada. Nos queremos, y él trabaja.
—¡No es por el dinero! ¡En casa no te ayuda!
—¿Y qué hay que hacer? El piso es pequeño. Llega y se tiende en el sofá. No hay mucho más.
—¿Y cuándo vais a comprar otro? ¡Dos habitaciones y ya!
—No lo sé —respondió Vera con desánimo—. Lo planeamos, ahorramos, pero ahora dudamos…

Laura terminó el instituto y quería estudiar un ciclo formativo. Vera añoraba el pueblo. La ciudad jamás se sintió como hogar. Salías a la calle y solo viejas cotilleando en los bancos. En el pueblo también hay chismosas, pero al menos el aire es familiar.
—Venid a verme —insistió la madre.
—Iremos cuando Laura acabe los exámenes. Adrián vendrá. Antes pasaba todos los veranos con su familia, pero desde que murieron sus padres, no quiere saber nada.
—¿Pero cómo? Tiene parientes, tumbas que visitar…
—No le menciones eso, mamá. Va a las tumbas, rápido, sin ver a nadie. Todos se pelearon.

Adrián era el menor. Cada verano iba al pueblo cerca de Guadalajara, ayudaba a sus padres: arreglaba la casa, construyó un cobertizo, compró herramientas a su padre. Ellos le daban dinero, pero él añadía de su bolsillo. Cuando fallecieron, sus hermanos se llevaron todo lo valioso. “Tú en la ciudad no lo necesitas”, dijeron al quedarse las herramientas. Hasta el viejo aparador quedó vacío, sin los recuerdos que Adrián quería guardar.

Solo quedó una caja de cubiertos de alpaca —docenas de piezas oscurecidas. Nadie las quiso. Adrián se las llevó. Vera no dijo nada: era el único recuerdo de sus suegros.
—¿Y la casa? Debisteis heredar algo —preguntó la madre.
—No. Un sobrino se mudó. Hubo testamento. Adrián no quiso pelear, pero casi llegan a las manos. Ahora son enemigos en el mismo pueblo.
—¿Y los cubiertos? ¿Siguen oxidados?
—Los limpié. Adrián se emocionó como un niño. Dijo que no los veía así desde pequeño. Sus padres los guardaban, nunca los usaban…

En el pueblo de su suegra, todo era tranquilo. Adrián recorrió el patio, evaluando qué reparar. Nadie le daba órdenes como sus hermanos, que mandaban sin hacer nada.
—Vera, ¿y si ponemos una valla? ¿A tu madre le importará? Tenemos ahorros —preguntó Adrián antes de dormir.
—Le preguntaré.
—La cocina de verano también necesita arreglos. Y algo más…
—¿Y no te quedarás en el sofá? —sonrió Vera.
—Esto no es la ciudad. Una casa propia es distinto.

La suegra se alegró cuando Adrián arregló la valla. Ni lo esperaba. Y al renovar la cocina de verano, floreció de felicidad.
—¿Para qué comprar casa? Aquí tenéis una cerca de la ciudad. A mí no me queda mucho…
—Mamá, está Laura. Hay que trabajar.
—Laura es responsable. Siempre con libros. Puede quedarse sola. El pueblo está cerca, podéis ir y venir. Hay trabajo. Un nuevo agricultor paga bien, tiene invernaderos, tierras…
—No sé. Es un cambio muy grande.
—La casa es amplia, no molestaré. No pido mucho. Solo os tengo a vosotros. Mi sobrina solo viene por dinero.

—¿Por dinero?
—Deshierbó un poco el huerto y quiso que le pagara. Ni le pedí ayuda. No la dejo entrar; si algo no está atado, desaparece. Quería que el Estado le pagara por “cuidarme”. Pero aún puedo valerme. Vosotros venís. Ojalá Adrián viniera más. Retiro lo dicho de él. No os apresuréis, pensadlo.

—Tía, ¿de dónde sacaste esa valla? ¡Decías que la pensión no te alcanzaba! ¿Me niegas dinero por ayudarte? —vociferó la sobrina, Martina.
—Hablando del ruin… —suspiró la madre.
—Yo me encargo —cortó Vera—. Hola, prima. ¿A qué vienes?
—Pues…
—Pues nada. Ahora vivimos aquí. No hace falta tu “ayuda”.
—Entendido, no vuelvo —refunfuñó Martina, yéndose.

Un año después, Adrián ansiaba mudarse. Laura terminó el instituto y empezó su formación. Encontraron trabajo, compraron un coche. Si no les gustaba, podrían volver, pero no lo pensaban. Se mudaron.

La suegra sugirió guardar los cubiertos de alpaca en el aparador, donde había hueco tras mover la vajilla vieja a la cocina. No valían mucho, solo juntaban polvo.

Vivió doce años más. Nadie pensó en el testamento —su hija y yerno ya vivían allí. Adrián se convirtió en el dueño: arreglaba, renovaba.

Al repartir la herencia, apareció el testamento. Vera y Adrián recibieron la mitad de la casa cada uno. Una nota decía: “Perdona, hija. Es lo justo. Sois un equipo. A él la vida ya le quitó mucho. Sabes a qué me refiero”.

Adrián se conmovió. No esperaba eso de su suegra. Con los años, tuvieron un hijo. Cuando Laura anunció su segundo embarazo, decidieron ayudarla con una casa. Recordaban lo estrecho de su piso con un solo niño, y no querían que pasaran por lo mismo.

La familia de Laura visita el pueblo a menudo. No tienen más parientes. Los cubiertos de alpaca brillan en el aparador, como recuerdo de los padres de Adrián.

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