**Se mudaron para salvarse: cómo mi madre casi destruye mi matrimonio**
Una historia de una hija arrinconada por las intromisiones y reproches de su propia madre.
Mi madre me llevó a un punto en que tuve que elegir: romper con ella o con mi marido. Ninguna opción me gustaba, y la única salida fue mudarnos. Solo así podríamos salvar nuestra familia y lo que quedaba de mi paz mental.
Había comprado con alegría un piso en un barrio tranquilo de Valencia, en el mismo edificio donde vivía ella. Parecía un golpe de suerte: ayuda cerca, las paredes familiares, el barrio de siempre. Todo era perfecto… hasta que dejó de serlo.
Luego apareció Javier en mi vida. Nos conocimos, nos enamoramos y nos casamos. Él era de fuera, sin casa propia, así que, lógicamente, se mudó conmigo. Al principio, todo era maravilloso. Era cariñoso, trabajador, honesto. Sentía que era el hombre con el que quería compartir mi vida.
Pero mi madre… mi madre lo odió desde el primer día.
—¿Este es el que te has sacado de la rebaja? Ni presencia ni piso. Te has vuelto loca, hija —soltó con sorna apenas se cerró la puerta tras él.
Intenté defenderlo, explicarle que un piso y el físico no eran lo importante. Lo que valía era su carácter, su bondad, su compromiso. Pero mis palabras rebotaban en ella como garbanzos en una pared. Meneaba la mano y farfullaba: «Ya verás cuando tengas hijos, te arrepentirás».
Y aunque eso estaba lejos, convirtió nuestra casa en un infierno. Venía casi todas las tardes. Me decía lo «poco afortunada» que era, acusaba a Javier de ser un inútil, criticaba cada gesto suyo. Y él, por su parte, se esforzaba: la ayudaba, la llevaba en coche, le hacía todos los favores.
Pero eso solo avivaba su rabia.
—¡La hija de Maribel tiene un marido de ensueño: con piso, con coche, y a la suegra la adora! ¿Y el tuyo? ¡Un tipo soso! Ni flores ni detalles, le sirves de criada.
Si cosía una chaqueta rota, montaba un drama:
—¡Mira en lo que te has convertido! Vas hecha un desastre porque tu marido es un vago sin un dólar.
Cada visita suya era un espectáculo. Los vecinos ya cotilleaban en el portal, porque podía armar un escándalo en el rellano si no le abríamos. El teléfono sonaba a todas horas, y temíamos no atender por si era una emergencia.
Hasta que un día, tras una discusión brutal, Javier y yo hablamos en serio. Estaba claro: no podíamos seguir así. Decidimos alquilar mi piso y mudarnos temporalmente a casa de su madre, que tenía un tres habitaciones y casi nunca estaba, pues pasaba las noches con su pareja. Era casi como vivir solos. Así podríamos ahorrar para una hipoteca y empezar de cero, lejos del terror diario.
Decidimos no decirle nada a mi madre. Sabíamos cómo reaccionaría. Pero las vecinas se chivaron: «Iban cargando maletas al coche». Ella llegó furiosa.
—¿Esto es idea suya? ¿Tiene miedo de que te abra los ojos? —gritó, con los ojos relampagueantes—. ¿Y tú? ¡Una traidora! Cambias a tu madre por una desconocida.
Javier siguió cargando las maletas en silencio mientras yo intentaba explicarle que era mi decisión. Mía. Porque estaba harta. Harta del miedo, harta de estar entre la espada y la pared. Y si ella no se hubiera metido en nuestra vida, no nos iríamos.
Ella solo contestó: «¡Volverás arrastrándote y llorando!» antes de dar un portazo.
Han pasado seis meses. Vivimos con mi suegra y, por fin, hay paz. Nadie llama a la puerta. Nadie humilla a mi marido. Los inquilinos pagan el alquiler, trabajamos y ahorramos. Todo según lo planeado.
¿Mi madre? En tres meses, ni un mensaje. Si llamo yo, responde fría, como una extraña. Me duele. Nunca quise esto. Pero tampoco podía permitir que siguiera destruyendo mi familia.
Si algún día lo entiende, quizá podamos empezar de nuevo. Si no… jamás dejaré que nadie vuelva a romper lo que tanto me costó construir.