Expulsado como un perro callejero

—¡Señorita, se le ha caído el teléfono! ¡Espere! —gritó un desconocido, alzando la voz sobre el estruendo del aguacero.

Laura caminaba por las calles desiertas de Zaragoza, ajena al frío de la lluvia que resbalaba por su rostro, mezclándose con sus lágrimas. Se volvió hacia el hombre y lo miró con un cansancio indiferente, frunciendo el ceño.

—¿Es suyo? —preguntó él, alargándole el móvil empapado, con la pantalla agrietada.

—Sí… —murmuró ella, con una voz quebrada por el frío y el dolor.

—¿Por qué anda sola bajo esta tormenta? ¡Sin paraguas, completamente mojada! ¡Va a enfermar! —había una preocupación genuina en su tono.

El hombre no parecía insistente, y Laura, movida por un impulso interno, lo siguió bajo el toldo de una tienda cercana. Decidieron entrar en un pequeño café de la esquina para calentarse con una taza de té.

—Soy Javier —se presentó él con una sonrisa—. ¿Y usted?

—Laura… —respondió ella en voz baja, clavando la mirada en el suelo.

—¿Qué la trae a pasear sola con este tiempo? Hasta a un perro lo recogerían en un diluvio así.

—A mí… a mí me echaron como a un perro callejero —escapó de sus labios, y su voz tembló ante el llanto que amenazaba con brotar.

Los recuerdos la golpearon como un temporal. El corazón le ardía de un dolor que había intentado ahogar. Nunca imaginó que su vida, construida con tanto esfuerzo, se derrumbaría en un instante. Ella y Adrián lo habían compartido todo: compraron una casa en las afueras, abrieron una pequeña cafetería, soñaron con hijos. Laura se consumió en el trabajo, escaló peldaños, olvidándose de sí misma. Y hoy, Adrián la había golpeado. Agarró el abrigo y salió corriendo bajo la lluvia helada.

Solo llevaba el DNI, la tarjeta del banco y el móvil, que ahora apenas funcionaba.

—Su teléfono está hecho un desastre —observó Javier, intentando cambiar de tema.

De pronto, Laura comprendió que no tenía a dónde ir. Una ciudad extraña, sin amigos ni familia. Se sintió vacía, perdida. Las lágrimas brotaron sin control, y por primera vez en años, se permitió llorar.

—¿Llora por el móvil? Puedo arreglárselo —dijo él con suavidad.

—¿Qué le importa a usted? ¡Ni siquiera nos conocemos! —estalló ella, pero en su voz había más desesperación que rabia.

—No me enfado, es que… la vi y supe que algo iba mal. Quería ayudar —respondió él con calma.

Laura respiró hondo, tratando de serenarse, y decidió contarle su historia a aquel desconocido.

—Vine aquí hace doce años desde Toledo. Mis padres siguen allí, casi no hablamos. Todos estos años solo viví para trabajar. No tengo amigos, nunca tuve tiempo. Cada minuto lo dedicaba a proyectos, a la cafetería, a soñar con el futuro. Creí que era lo correcto. Y hoy… Adrián llegó enfurecido. Lo llamé a cenar, y empezó a gritar porque no compré su vino favorito. No lo compré… porque ya bebe demasiado. Me quedé callada para evitar peleas, pero él… me pegó. Me duele una costilla, ni siquiera puedo respirar bien.

—Lo entiendo —susurró Javier—. Mi prima vivió con alguien así. Sé lo duro que es. Déjeme ayudarla.

—¿Para qué quiero su ayuda? —respondió Laura, exhausta—. No es la primera vez. Me quedaré unos días en casa de una amiga y volveré. Él llamará, se disculpará. Como siempre.

—Pero su teléfono no funciona —señaló Javier.

—Entonces iré yo a pedir perdón —soltó una risa amarga—. ¿Qué otra opción tengo?

—¿Y si esto es una señal? —dijo él de repente—. Una señal de que es hora de cambiar. De empezar de nuevo.

Laura guardó silencio. La idea de una vida nueva ya había pasado por su mente, pero el miedo siempre la detuvo. Había invertido demasiado, perdido demasiado. Pero ahora, bajo el murmullo de la lluvia, las palabras de Javier sonaban a salvación.

—Déjeme llevarla a un lugar seguro —propuso él—. Puede quedarse el tiempo que necesite. Arreglaré el teléfono y se lo traeré. Después, decidirá qué hacer. ¿Acepta?

—Gracias… —musitó ella, sintiendo un alivio que no conocía desde hacía años.

Exhaló, como si un peso enorme se hubiera desprendido de sus hombros. Por primera vez en mucho tiempo, alguien se hacía cargo de sus preocupaciones. Se merecía un respiro, aunque solo fueran unos días, después de tanto correr sin descanso.

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