«¡Pero qué es esto, este es mi regalo de boda!» — exclamé, boquiabierta, al visitar a mi hijo y mi nuera un año después de su matrimonio. No podía creer lo que veían mis ojos. Esta historia comenzó con la mejor de mis intenciones y terminó dándome una lección que no olvidaré nunca.
**Un regalo que salió del corazón**
Cuando mi hijo Javier anunció que se casaba con Lucía, estaba en las nubes. Lucía me cayó genial desde el principio —amable, hacendosa y con una sonrisa que iluminaba la habitación—. Quería darles un regalo especial, algo que les durase años. Con mi modesta pensión de maestra, no me sobraba el dinero, pero llevaba años ahorrando para comprarme una lavadora nueva. Al final, pensé: «Ellos la necesitan más que yo».
Así que, en lugar de una tostadora o unas copas, les regalé una lavadora de última gama —silenciosa, eficiente y con garantía de cinco años—. En la boda, les entregué los papeles y las llaves (ya la habían instalado en su piso). Javier y Lucía se emocionaron, me abrazaron y juraron que les encantaba. Yo me fui a casa con el corazón contento, pensando en lo felices que iban a ser.
**La visita del año después**
La verdad es que no los veía mucho. Viven en Zaragoza, a unas tres horas de Madrid, y cada uno con su vida. Hablábamos por teléfono, y a veces venían en Navidad, pero no había vuelto a pisar su casa desde la boda. Hasta que un día, decidí hacerles una sorpresa. Llena de ilusión, llegué con una cesta de magdalenas caseras y mermelada de fresa.
Al entrar, todo parecía impecable: cojines bien colocados, plantas en el balcón… hasta que fui al lavadero. Y ahí lo vi. **Mi** lavadora, la que me costó tantos ahorros, estaba arrinconada, cubierta de polvo y con algún que otro arañazo. A su lado, relucía una lavadora nueva, más moderna y brillante.
«Lucía… ¿qué le ha pasado a la lavadora que os regalé?», pregunté, intentando que no se me notara la voz temblorosa.
Ella se sonrojó. «Bueno… es que hacía mucho ruido, y la otra nos salió en oferta… esta la dejamos por si acaso».
**La conversación incómoda**
«¿Por si acaso?» —casi me trabo con las palabras—. «¡Pero si es vuestro regalo de boda! ¡Me costó años ahorrar!».
Javier intentó calmarme: «Mamá, no es para tanto. La usamos de vez en cuando, pero la nueva lava mejor». Usarla de vez en cuando… ¡con lo que me costó! La vi allí, relegada como un mueble viejo, y me dolió el alma. Intenté explicarles que no era solo una lavadora, sino mi esfuerzo, mis ganas de hacerles felices.
Lucía se puso nerviosa: «No queríamos ofenderte, es solo que… ya sabes, las cosas cambian». Javier añadió que igual la llevaban a la casa del pueblo. **¡A la casa del pueblo!** Como si fuese un trasto inservible.
**Lo que aprendí**
Me fui con el corazón encogido. Por un lado, entiendo que es su casa y sus decisiones. Por otro… duele que no valoren el cariño detrás de un regalo así. No espero que me lo agradezcan eternamente, pero un poco de consideración no habría estado mal.
Ahora evito el tema por no crear tensión. Siguen llamando, siguen viniendo… pero me quedó claro: **nunca más regalo electrodomésticos caros**. Mejor me gasto el dinero en ese viaje a Mallorca que siempre pospongo.
¿Alguna vez os ha pasado algo parecido? ¿Merece la pena insistir o es mejor soltarlo y seguir? Necesito opiniones, que esto me tiene pensando…