Valerio vio al niño junto al estante del pan en el supermercado. Permanecía inmóvil, como si no estuviera escogiendo barras de pan, sino esperando a alguien que quizás nunca volvería. Delgado, con una chaqueta gastada y un bolsillo roto, los zapatos sucios y despellejados, una gorra torcida y las mejillas enrojecidas por el frío. Sus manoplas parecían juguetes viejos, estirados y ajenos.
Su mirada no era la de un niño. No había súplica ni confusión, solo una expectativa silenciosa. La mirada de un adulto que había entendido demasiado pronto que no podía esperar ayuda. Directa, analítica, obstinadamente serena.
Valerio ya había pasado de largo, incluso había cogido su barra habitual, pero algo lo hizo volverse. El niño seguía allí, pegado al suelo, como si creyera que, con solo permanecer, algo cambiaría.
Esa expresión le resultaba dolorosamente familiar. Quince años atrás, en un orfanato donde daba talleres como voluntario, había conocido a un niño con la misma mirada. No había palabras, solo un grito mudo: «fíjate en mí».
Minutos después, lo vio otra vez en la caja. El niño sostenía dos caramelos, sin cesta. La cajera, con voz cortante, le dijo que le faltaba dinero. Él no discutió, devolvió uno de los caramelos y pagó. Sus movimientos eran secos, precisos, como los de alguien acostumbrado a renunciar a lo que no puede permitirse.
—Oye…— Valerio se acercó, hablando bajo—. Déjame comprarte algo. Pan, leche, salchichas… No te preocupes, no voy a molestarte. Es porque quiero. ¿Vale?
El niño lo miró. Sin miedo, pero con una cautela que no correspondía a su edad.
—¿Por qué?— preguntó, sencillamente.
No era un desafío, ni una defensa. Solo una pregunta sin emoción, como si evaluara si valía la pena hablar.
—Porque puedo. Porque mereces más que un caramelo.
—Nadie hace las cosas porque sí— respondió el niño—. ¿Es usted padre?
—Lo fui. Tengo una hija. Ya no vivimos juntos, está en Barcelona con su madre. Le escribo. No olvido su cumpleaños. Pero sé que no es suficiente.
El niño asintió para sus adentros, como si ya lo supiera.
—Vale. Cómpreme unas patatas calientes. Y una salchicha. Solo una. Sin mostaza… sabe demasiado a adulto.
Salieron a la calle. El frío cortaba como cuchillos, y la parada del autobús era un embudo de viento. Valerio le entregó la bolsa sin ceremonias.
—¿Dónde vives?
—Por aquí cerca. Pero no quiero ir a casa. Mi madre duerme. Suele estar cansada. A veces duerme días enteros. Prefiero quedarme aquí, en el banco. La gente no me mira tanto.
Se sentaron. Valerio observó cómo el niño comía. Con lentitud, con dignidad, como un adulto en una cena de negocios. Masticaba la salchicha con cuidado, sin prisa. Llevaba dentro más paciencia que muchos hombres.
—Soy Adrián. ¿Y usted?
—Valerio.
—¿Podría… ser mi padre? Solo una hora. No en serio. Solo para que parezca que todo es normal.
A Valerio se le cerró la garganta. Asintió, lento, sincero.
—Sí.
—Entonces dígame que no puedo salir sin gorra. Que voy a pillar un resfriado. Y pregúnteme qué tal en el colegio.
—Oye, Adrián, ¿dónde está tu gorra? Hace un frío que pela, y tú como si fuera julio. Y dime, ¿qué tal las notas?
—Suficiente en matemáticas. Pero en comportamiento, excelente. Ayudé a una señora a cruzar la calle. Se le cayó la bolsa, pero la recogí. Dijo que lo importante es intentarlo.
—Tiene razón. Pero ponte la gorra. Hay que cuidarse. Solo tienes un cuerpo.
Adrián sonrió. Terminó de comer, se limpió las manos con gesto ceremonioso, como un ejecutivo antes de una reunión.
—Graces por no ser como los demás. Todos dan pena o consejos. Usted solo estuvo ahí. Y eso… fue mejor.
—Si mañana estoy aquí, ¿vendrás?
—No sé. Quizá mi madre despierte. O quizá no. Pero si vengo, lo recordaré. Usted no miente. Se le nota en los ojos.
Se levantó. No se despidió, solo dijo «hasta luego». Y se fue, ligero pero con una quietud en los pasos, como quien sabe que nadie correrá tras él.
Valerio se quedó. Luego se levantó, tiró el vaso vacío. Miró hacia donde Adrián se había marchado. Le pesaba el pecho. Quería detenerlo. Pero sabía que no podía derribar los muros que un niño construye para sobrevivir.
Al día siguiente volvió. Y al otro. Y al tercero. Se sentaba en el mismo banco, con un café o un periódico, fingiendo que solo descansaba. A veces Adrián no aparecía, y eso le quemaba por dentro. Pero cuando el niño llegaba, con la misma chaqueta, la misma mirada, algo en Valerio revivía.
Una vez, Adrián llegó con dos vasos de plástico, envueltos en servilletas. Le tendió uno.
—Hoy usted fue padre. Ahora yo seré su hijo. ¿Le importa?
Valerio no respondió. Cogió el té. Sonrió, sin palabras. Porque a veces basta con estar ahí. Sin condiciones. Sin promesas. Simplemente estar.