La miseria del alma: La historia de Lucía de Valladolid
Lucía creció como hierba mala junto a la carretera, abandonada y salvaje. Nadie la cuidó, ni la mimó, ni le tuvo compasión. Su ropa era de segunda mano, a veces meros harapos que dejaban ver sus rodillas huesudas. Los zapatos, siempre rotos y demasiado grandes. Su madre le cortaba el pelo “al tazón”, para no complicarse con peinados, pero se le erizaba hacia todos lados, como rebelándose contra el abandono.
Nunca pisó una guardería; sus padres tenían otras prioridades. Lo único que les importaba era dónde conseguir alcohol. Su padre, un borracho violento; su madre, Martina, perdida en humo y resaca. La niña se escondía en los portales cuando empezaban las peleas. Huir significaba evitar los golpes, pero si no lo lograba, luego ocultaba los moratones. Los vecinos suspiraban y movían la cabeza: “Martina siempre fue irresponsable, pero desde que se juntó con ese maleante, se hundió del todo”. A Lucía la compadecían. Le daban comida y ropa, pero su madre lo vendía todo por vino. Así que la niña seguía en harapos.
Al llegar la edad escolar, Lucía, contra todo pronóstico, se aferró a los estudios como a un salvavidas. La lectura se convirtió en su refugio, un mundo donde nadie le pegaba, gritaba o humillaba. Devoraba libros en la biblioteca, participaba en clase con una mano siempre alzada, esperando que alguien escuchara su voz, callada pero firme.
Pero los niños pueden ser crueles, sobre todo con quienes son distintos. La niña pobre, rara y mal vestida pronto se ganó el mote de “Lástima”. Y luego, peor. Los padres de sus compañeros prohibían juntarse con ella: “Hija de una borracha, peligroso”. Los profesores, aunque veían su potencial, miraban para otro lado. Era más fácil ignorarla que defender a una niña sin familia ni influencias. Así creció Lucía, sola contra el mundo.
Su salvación fue un viejo olmo en el parque junto al estanque. Bajo su sombra, la niña creó un refugio. Allí llevaba libros, leía, soñaba. A veces incluso dormía allí si en casa la situación era insoportable. Solo los perros y gatos callejeros la escuchaban, los únicos que no la traicionaban.
Su padre murió cuando Lucía tenía catorce años. Se congeló en una cuneta tras una juerga. Solo Martina y ella asistieron al entierro. La niña no sintió dolor, solo vergüenza y alivio. Su madre se desmoronó del todo después: ataques de ira seguidos de borracheras. Ya no trabajaba. Para no morir de hambre, Lucía limpiaba escaleras. Con unos pocos euros compraba libros de medicina usados, soñando con ser doctora. Quería rescatar a su madre del abismo.
Pero en el instituto, el acoso continuaba. Un día, al llegar tarde a clase, se le cayó un libro de psiquiatría. Por desgracia, justo pasaba Raquel, la reina del instituto y la más venenosa. Lo recogió, leyó el título y anunció en voz alta:
—¡Vaya, psiquiatría! No solo eres una lástima, ¡estás loca como tu madre!
Lucía no pudo más. Salió llorando del aula, corrió por el patio hasta su olmo. Allí, desplomándose en la hierba, dejó escapar las lágrimas. “¿Por qué son tan crueles? ¿Qué les he hecho yo?”, susurró, abrazando el tronco.
En ese momento, vio un perro en el estanque. Caminaba sobre el hielo fino y, de pronto, se hundió. La niña gritó y corrió a salvarlo. Se tendió sobre el hielo y gateó hasta alcanzarlo. Lo agarró, pero el hielo cedió y ambas cayeron al agua helada. El frío le cortó el aliento, pero luchó por el perro, por sí misma, por todo lo que había amado.
Cuando ya no tenía fuerzas y el hielo parecía su lápida, alguien la rescató. Era Álvaro, un alumno nuevo recién llegado de León. Guapo, inteligente, sereno. Todas suspiraban por él, pero él le tendió la mano a Lucía.
—Vamos. Te vas a congelar. Mi madre es médica, te ayudará.
Se llevó al perro también. A ambas las acogió. Al día siguiente, entró en clase junto a Lucía. Raquel se le acercó escandalizada:
—¿En serio? ¡Pero si es una lástima!
—Lástima es solo el alma —respondió él con calma—. No se oculta con ropa ni maquillaje. Cuanto más lo intentas, más se nota.
Raquel palideció y salió corriendo. La clase se quedó en silencio. Y Lucía, por primera vez, sintió que no estaba sola. Tenía un amigo. Y al perro, Lolo, al que había salvado. Y, sobre todo, una oportunidad. La oportunidad de una vida nueva.