Como si nada, pero lo significaba todo
María viajaba en el autobús número 27, que atravesaba toda Zaragoza bajo un manto de nieve. Se sentó junto a la ventana, clavando la mirada en el cristal empañado, mientras apretaba con fuerza una bolsa de plástico con el logo rojo de un supermercado barato. Dentro, un pequeño pastel llamado «Delicia». El nombre le parecía una burla: afuera el frío, en su corazón solo silencio, y en el alma, un día gris.
Cumplía treinta y tres años. Hoy. Ni una llamada. Ni un mensaje de los suyos. En las redes, solo dos correos publicitarios, un error de envío de un paquete y un saludo de una excompañera de la universidad que no veía desde hacía quince años. Un emoji y una tarjeta genérica. Nada más. Su cumpleaños parecía haber pasado en otra parte, en otro piso, en la vida de alguien más.
—¿Se baja? —preguntó una mujer mayor. María despertó de su ensueño, asintió y descendió en su parada.
El patio era el mismo de su infancia. Todo seguía igual: los columpios descascarados, los bancos torcidos, el viejo olmo con un hueco donde solían esconderse de las tormentas. Todo era tan familiar y, al mismo tiempo, tan ajeno. Como si el pasado permaneciera, pero ella ya no perteneciera a él.
Su madre vivía en el tercero. Como siempre, había dejado la puerta sin cerrar. Solo esperaba. Sin llamadas, sin recordatorios.
—Ah, has venido… Oh, traes un pastel —dijo su madre, como si fuera lo único que merecía atención.
En la cocina olía a patatas y pan recién horneado. El tictac del viejo reloj sonaba sordo, como recordándole que el tiempo avanzaba, aunque en su vida todo pareciera estancado. Motas de polvo flotaban en los rayos del sol poniente.
—¿Cómo estás? —preguntó su madre, volviéndose hacia el fregadero.
—Normal —respondió María por costumbre. Tras un silencio, añadió—: Como si nada.
Comieron en silencio. Su madre, como siempre, le sirvió demasiado. Su cariño estaba en la cucharada de más, en el trozo de pan, en la mirada perdida. Luego dudó entre varios cuchillos antes de elegir uno para cortar el pastel, como si de ello dependiera que algún deseo se cumpliera.
—Feliz cumpleaños, hija —murmuró, casi con timidez.
—Gracias.
—Sigues adelante. Y eso es importante.
—¿Pero hace falta seguir adelante? —preguntó María sin levantar la vista.
Su madre se volvió. La miró con esa expresión de quien ya ha visto dolor y cansancio. En sus ojos no hubo reproche, solo comprensión silenciosa.
—A veces no hace falta. Pero lo intentamos igual.
Después de cenar, María salió al balcón. Abajo, los niños corrían, lanzaban un balón, gritaban y reían. En las ventanas de los edificios se asomaban vidas ajenas: alguien cocinaba, otros discutían, otra persona ponía música. Y en medio de ese bullicio de existencias extrañas, María sintió algo descongelarse dentro de ella, como si el hielo que llevaba años cargando empezara a derretirse, enviando gotas cálidas por sus venas.
Por la noche, volvió a su piso. Dobló la bolsa del pastel y la guardó en el bolsillo. El autobús olía a abrigos ajenos, goma y frío nocturno. La gente dormía, miraba el móvil, se abrazaba. El mundo seguía. Con o sin ella.
En casa, el silencio. María se quitó el abrigo, dejó el bolso en el sillón y, de pronto, vio algo junto a la puerta. Una pequeña tarjeta, de papel, auténtica. En ella, unas palabras sencillas, escritas con letra temblorosa: «Haces más de lo que crees. Estás aquí. Feliz cumpleaños».
No había nombre. No reconoció la letra. Nada le resultaba familiar. Y, sin embargo… Sonrió. Levemente, pero con sinceridad. Como si alguien la hubiera visto, no la fachada, no la sonrisa educada, no el informe del trabajo. Sino a ella. A la verdadera. A la que cada día se levanta y sigue adelante, sin palabras grandilocuentes ni aplausos.
Y, de repente, fue suficiente. Ese gesto, anónimo pero auténtico.
Quizá así era la vida. No en fuegos artificiales, ni en cientos de felicitaciones. Sino en ese instante en el que estás solo en silencio, pero alguien, aun así, te tiende la mano. Sin palabras. Pero con el corazón.
Como si nada. Y, en realidad, como todo.