Ayer recibimos una invitación de mi viejo amigo Luis: él y su mujer, Carmen, se habían mudado a un piso de alquiler en Valencia y querían celebrarlo. Al principio, me pareció una ocasión alegre, así que fuimos con entusiasmo, llevando un regalo y buen humor.
Aunque, confieso que siempre me pregunté por qué no tenían casa propia. Llevan juntos ocho años, sin hijos, y ambos trabajan: él es taxista y ella manicura en un salón. ¿De verdad en todo ese tiempo no pudieron pedir una hipoteca? Pero bueno, cada uno tiene sus prioridades.
Llegamos al portal con una botella de cava y una caja elegante—nuestro regalo, un juego de copas de buena calidad. Nos recibió Carmen, vestida con un traje de fiesta y unos tacones altos que se hundían en el linóleo barato, dejando marcas profundas. Era casi cómico: un atuendo para un restaurante caro, pero en un pasillo con paredes descascarilladas y aire tristón.
Entramos al piso y lo primero que noté fue el abandono general. Los muebles cubiertos de polvo, arena en el suelo del recibidor, como si su perro, Trufo, acabara de volver del parque. Intenté no fijarme demasiado—al fin y al cabo, no íbamos de inspección, sino de visita.
Me dirigí a la cocina para dejar el regalo sobre la mesa y, entonces, me quedé helado en el umbral.
Parecía que allí había explotado algo. La mesa era un desastre absoluto: montones de basura mezclada con restos de comida—servilletas grasientas, huesos de pollo, botes de especias, una manzana medio podrida, galletas rotas. En el centro, un bote de crema agria con algo verde y mohoso dentro, olvidado desde hacía semanas.
Encima de todo, varias tazas sucias, una con una bolsita de té seca pegada. Parecía que nadie había entrado en la cocina en días, y no era solo desorden—era insalubridad pura.
Mi mujer, al verlo, suspiró y murmuró:
—¿Les ayudamos a limpiar?
Carmen asintió, avergonzada:
—Sí, gracias… es que no tuvimos tiempo.
Mi mujer se puso manos a la obra y, poco a poco, la mesa recuperó algo de dignidad. Pero el malestar seguía ahí. Me sentí incómodo—por ellos y por nosotros. No entendía cómo dos adultos, sin niños pequeños, con trabajos estables, podían vivir así.
Claro, todos pasamos épocas de caos, días sin energía para nada. Pero esto era dejadez acumulada durante semanas.
Nos sentamos a la mesa. De comida, apenas queso ahumado, embutido sobrante y patatas fritas—lo que hubieran encontrado de camino a casa. Se me fue el hambre, aunque llegué con apetito. Bebimos un poco de cava y pronto nos fuimos, excusándonos con prisas.
De vuelta a casa, mi mujer y yo guardamos silencio. Al rato, ella dijo:
—Yo no aguantaría ni un día en tanta porquería…
No me corresponde juzgar cómo vive la gente. Pero aprendí algo claro: hasta el regalo más bonito pierde sentido cuando lo dejas en medio del caos y la desidia.
¿Tú te habrías quedado en esa “celebración”?