No como en las series, pero el corazón eligió su destino
A Marta le encantaban las telenovelas. Creía que la vida real podía ser tan intensa como en la pantalla: llena de giros, pasión, drama y finales felices. Pero su realidad era otra—gris, rutinaria y aburrida. Vivía en un pueblo pequeño cerca de Zamora, y ni siquiera el matrimonio le dio la felicidad con la que soñaba de joven.
Rubén, su marido, al principio parecía cariñoso y confiable. Pero tras tres años de casados, de pronto le soltó:
—Me voy. No aguanto más aquí. Me asfixio. Yo nací para una ciudad grande, Marta.
—¿Qué dices? Tenemos una vida buena—intentó detenerlo ella.
—Tú tienes una vida buena, yo no—cortó él, y tras echar un par de camisas en una bolsa vieja, se marchó sin mirar atrás.
Los rumores volaron por el pueblo al instante. Las vecinas cotorreaban:
—Rubén dejó a Marta, se fue a Salamanca. Seguro que ya tiene otra por allí.
Marta callaba. No lloraba, no se quejaba. Solo vivía. En la casa de sus padres no había sitio—su hermano, con su mujer y cuatro niños, ocupaban hasta el último rincón. Ella no tenía hijos.
—Quizá Dios me protegió. Con alguien como Rubén, no habría sido buen padre—pensaba, mirando a los niños de los vecinos.
Por las noches, se sentaba frente al televisor y se sumergía en los dramas—infidelidades, amores, sufrimientos. Las historias le quemaban el corazón. Después, tardaba en dormirse.
Y por la mañana, otra vez la rutina—los cerdos, los gansos, las gallinas, el ternero Pepe. No estaba en el corral—lo ataba detrás de la huerta. Un día, una vecina le gritó:
—¡Marta, tu ternero se escapó y está corriendo por el pueblo!
Salió corriendo—Pepe embestía contra la valla, golpeando los cuernos contra el cerco del vecino.
—Pepe, por favor, quieto—le suplicaba, ofreciéndole pan. Pero el animal seguía forcejeando. De un tirón, asustó a una bandada de patitos.
Como siempre, la salvó Víctor—el tractorista, su antiguo compañero del colegio. Atrapó al ternero, lo ató con habilidad. Marta lo observaba—manos fuertes, músculos bajo la camisa. De pronto, algo le dio un vuelco al corazón: cómo deseaba que fueran esos brazos los que la abrazaran…
—Qué estoy pensando, estoy loca—se sonrojó. —Como una gata en celo.
Se avergonzó. Víctor vivía con Rosa, una mujer alta y fuerte que, un día, después de una fiesta, se quedó en su casa—aprovechando que él había bebido de más. Llevó también a su hija del primer matrimonio. Desde entonces, vivían juntos, sin papeles.
Marta se divorció rápido de Rubén, en cuanto desapareció. Hubo pretendientes después, incluso le propusieron matrimonio, pero su corazón no latía por nadie. Hasta ahora—Víctor, su viejo compañero, que de repente la miraba distinto, con ternura. Sentía su mirada como fuego. Y temía. Temía que Rosa se enterara y lo esparciera por todo el pueblo.
Pero Víctor comenzó a pasar cada día por el lindero, donde antes nunca iba. Ella se levantaba temprano, como si fuera a desherbar—en realidad, esperaba sus pasos. Sus miradas se cruzaban, y en sus ojos había algo que nunca hubo en los de Rubén—calor, incluso cariño.
Y entonces, Rubén regresó. Como si nunca se hubiera ido.
—¿Me perdonas?—preguntó con la misma sonrisa burlona.
—¿No te fue bien en la ciudad?
Pero su corazón no saltó. No hubo emoción. Se dio cuenta: nunca lo había amado. O el amor había muerto hacía tiempo.
Se quedó en la casa—no podía echarlo, pero tampoco se comportaba como un hombre respetable. Ella cerraba la puerta por dentro por las noches, empujaba el armario, entraba por la ventana. Víctor lo veía—entendía que Marta no lo había aceptado.
Una mañana, aparecieron unos escalones bajo su ventana. Alguien los había puesto para que le fuera más fácil entrar. No era Rubén—él seguía durmiendo y desapareciendo. Fue Víctor, que por la noche los había clavado.
Luego… Rosa volvió al pueblo. Pero enfermó, rápido, grave. Su hija se fue con la abuela. A Rosa la llevaron al hospital, de donde no volvió. Murió.
Marta veía cómo Víctor quitaba la nieve no solo de su casa, sino también de la suya. A escondidas. Una primavera, llegó del trabajo—la puerta abierta, una mujer robusta sentada en su cocina, bebiendo de su taza.
—Hola, dueña—sonrió burlonamente Rubén. —Vera y yo vivimos aquí ahora. La casa es mía. Tú recoge tus cosas y vete.
Esa noche, Marta volvió a empujar el armario contra la puerta. Por la mañana, comenzó a sacar sus cosas. Víctor se acercó, tomó la maleta en silencio, la llevó a su casa. Luego, otra vez. Sin preguntar, simplemente se la llevaba. Rubén y Vera callaban, intercambiando miradas.
—¿Esto qué es, amor?—se burló Rubén. —Bueno, suerte.
Víctor le tomó la mano a Marta. La guió hacia su casa. De pronto, ella rompió a llorar—de felicidad, sorpresa o alivio. Él la abrazó, y todo dio vueltas ante sus ojos.
Se casaron rápido. Marta espera un hijo. Rubén salió de la casa, mirándolos con inquietud. Pero a ella ya no le importaba. Ahora, tenía a un hombre de verdad a su lado. No en una telenovela… sino en la vida.