Simplemente vida

La Vida Cotidiana

Cuando el autobús se detuvo en mitad de la avenida, los pasajeros se aferraron con más fuerza a las barras. Alguien maldijo, otro se pegó al cristal empañado intentando descubrir la razón del frenazo. El aire se llenó de murmullos, una mezcla de irritación y curiosidad. La revisora, abriéndose paso hasta la cabina, abrió la puerta y se quedó paralizada, como si hubiera topado con algo que no encajaba en esa mañana fría y gris de Barcelona.

Tras el cristal había una mujer con una chaqueta roja desgastada. En una mano llevaba una correa, en la otra, un paraguas con un varilla torcida. Al otro extremo de la correa, un perro enorme, de pelaje revuelto y hocico pegado al suelo. Estaba plantado frente al autobús, inmóvil, como tallado en piedra. Sus patas parecían clavadas en el asfalto, las orejas aplastadas, la mirada fija en el suelo. Ni rabia ni miedo, solo una terquedad pesada, como si cargara con algo que no podía explicarse con palabras.

—No quiere moverse —dijo la mujer, su voz temblaba por la confusión—. Íbamos caminando y de repente se sentó. Ya no avanza. Lo he llamado, he tirado de él… Nada.

El conductor salió de la cabina, observó al perro, luego a la mujer, de nuevo al perro. Finalmente se agachó, mirándolo a los ojos:

—¿Qué te pasa, amigo? ¿Estás cansado? ¿O es que la vida te pesa?

El animal alzó lentamente la cabeza. En su mirada había una tristeza tan humana que a todos los presentes se les encogió el pecho. No ladró, ni gruñó. Solo miró, como si quisiera contar una vida entera pero no encontrara las palabras. No era solo fatiga. Era dolor, sordo como un eco en una casa vacía. El conductor se levantó, como si hubiera comprendido esa respuesta silenciosa.

Minutos después, el autobús reanudó la marcha. La mujer, murmurando agradecimientos, se llevó al perro a un lado. Este caminaba lento, vacilante, como si cada pata le pesara, pero al fin se movió.

En ese momento, Alejandro, sentado junto a la ventana, murmuró para sí: “Ahí estoy yo. También paralizado. Sin poder seguir”. Las palabras le salieron en un susurro, como una confesión que llevaba demasiado tiempo guardada.

Bajó en la siguiente parada, aunque aún le quedaba camino. Caminó sin rumbo, por inercia, como si hubiera olvidado adónde iba. El viento le azotaba la cara, se colaba por el cuello de la chaqueta, pero él no lo notaba. Cruzó un parque nevado, pasó junto a árboles desnudos y un columpio que chirriaba con el viento, como recuerdos viejos.

No quería volver a casa. Allí solo lo esperaba el vacío, un silencio que zumbaba en los oídos. No era solo la ausencia de gente; el aire mismo parecía muerto, sin voces ni movimiento. Solo el ruido de la nevera, recordándole que la vida seguía, aunque él apenas la sintiera.

Alejandro tenía cuarenta y tres años. Ingeniero, discreto, un engranaje más en la máquina. De esos que no protestan, no exigen, solo cumplen. Ni héroe ni víctima, simplemente un hombre. Diecisiete años de matrimonio, dos hijos, una hipoteca, vacaciones en el pueblo de la suegra. Hasta que todo se quebró. Su esposa se fue. Dijo que se asfixiaba. Dijo que él era como un fantasma: siempre presente, pero sin vida. Se marchó sin gritos, pero con una determinación que no dejaba lugar a dudas.

Él no discutió. No suplicó. Solo se metió en el coche y condujo hasta el bosque. Pasó la noche allí, escuchando el viento y el crujir de las ramas. Volvió. Empezó a callar más. Vivió por inercia: trabajo, facturas, los hijos los fines de semana, cumpleaños, cines. Todo como debe ser. Solo que por dentro, el vacío era como una casa abandonada.

Pero cada día, algo se apretaba más en su pecho. Como un anillo de acero que alguien ajustara sin piedad. Primero apenas perceptible, luego hasta dolAlejandro respiró hondo, sintiendo que el viento le traía, por primera vez en mucho tiempo, el aroma fresco de algo que aún podía ser distinto.

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