**Herencia junto al mar**
—Lucía, ha llamado mi hermano Álvaro —dijo Miguel al entrar en la cocina—. Va a venir con Marina el sábado. Solo ellos dos, sin sus parejas. Dice que quiere hablar en serio.
—¿De qué será esa conversación tan importante que ni sus mujeres vienen? —preguntó Lucía, entrecerrando los ojos—. Aunque, no hace falta que respondas. Ya lo sé. Del testamento. Han tardado dos meses, pero al final se han decidido.
Miguel asintió en silencio. Lo había sentido desde el día en que su tía Carmen les dejó a ellos, a Lucía y a su hija Paula el piso en el centro de Madrid y la casa en la sierra. Cuatro años cuidando de la tía cuando enfermó, mientras los demás solo aparecían en verano para disfrutar de la finca. Cuando la anciana les pedía que la llevaran a respirar aire fresco, todos estaban “demasiado ocupados”.
El sábado, en punto de las cuatro, Álvaro y Marina llamaron a la puerta. Sin preámbulos, se sentaron en el salón.
—Hemos venido por lo de la casa de la sierra —dijo Álvaro de inmediato—. El piso está bien, lo dejamos. Pero la finca… Nosotros nos hemos ocupado de ella todo este tiempo.
—No —respondió Lucía con frialdad—. No os habéis ocupado. La habéis usado. Pero ayudar, lo que se dice ayudar, no. Cuando la tía os necesitaba, nunca fuisteis.
—¡Y quién iba a cuidarla! ¡Tenemos hijos, nietos, trabajo! —saltó Marina.
—Pero ahora tenéis opinión —dijo Miguel—. Curioso, ¿no?
—¿Y vosotros la llevabais a la sierra? —preguntó Marina con sarcasmo.
—No teníamos finca, pero le pagamos dos veces un balneario en Alicante —respondió Lucía con calma—. Y estamos en el testamento. Es propiedad conjunta. La venderemos.
—¿En serio? —soltó Álvaro con una risa seca—. ¿Por unos metros en una casa vieja peleáis con la familia?
—Si está tan vieja, ¿por qué la queréis tanto? —replicó Miguel.
Al día siguiente sonó el teléfono.
—¡Miguel, ¿qué es esto?! Hemos ido con Adrián a por nuestras cosas y ¡han cambiado las cerraduras!
—Sí. En la puerta y en la casa. Deberíais haber avisado. El sábado iremos con Lucía. Podéis recoger lo vuestro, pero no antes.
Al colgar, Miguel miró a su mujer.
—¿Cómo sabías que irían?
—¿No conoces a tu familia? Si no cambiamos las cerraduras, se lo llevarían todo hasta el último clavo.
Vendieron la finca. Con el dinero y la venta de su antiguo piso, compraron uno de tres habitaciones en Marbella, cerca del mar. A la playa, diez minutos en coche.
Paula se quedó en el piso de la tía Carmen mientras terminaba la carrera. Miguel encontró trabajo en el puerto y Lucía como profesora en un colegio cercano. Todo parecía encarrilado, pero la calma duró poco.
En marzo, los teléfonos no pararon de sonar. Parientes olvidados durante años recordaron de pronto que tenían “familia”. La primera fue Marina:
—Nos quitasteis la casa de la sierra, así que no tenemos dónde ir. Este verano nos quedaremos con vosotros. Toda nuestra familia y la nieta de Álvaro vendrán también.
—Marina, no hemos invitado a nadie. Vivimos aquí, no regentamos un hotel. Si queréis vacaciones, reservad con tiempo.
—¡¿Y has visto los precios de los alojamientos en Marbella?!
—No. Pero si no os lo podéis permitir, buscad algo más barato. Aquí no hay sitio. No recibimos huéspedes.
—¡O sea, que a los padres de Lucía sí, pero a tu hermana no!
—Eran sus padres. Si los nuestros vivieran, tampoco les diríamos que no. Pero cinco adultos y niños durante dos semanas… No, gracias.
—¡Ya verás! Os quedaréis solos, ¡y nadie se acordará de vosotros!
—Tranquila. Desde que nos mudamos, no paran de aparecer “familiares”. Todos nos recuerdan de mayo a septiembre. El resto del año, silencio.
Un silencio que, ahora, es lo más valioso que tenemos.
**Lección:** La sangre no siempre une, pero el mar lo limpia todo. A veces, la mejor familia es la que eliges, no la que te toca.