—Total, no va a vivir mucho —dijo la mujer con voz fría y distante—. Si no me crees, ven tú a hablar con el médico. En el centro de cuidados paliativos lo atienden bien, las enfermeras están pendientes. Para eso existen estos lugares, ¿no? Todo el mundo lo hace…
Lucas nació dos meses antes de tiempo y lo llevaron directamente a la UCI. Al principio no daban esperanzas, luego hubo un destello: respiró solo, ganó peso. Al salir del hospital, seguía siendo tan frágil que Javier temía sostenerlo, por miedo a lastimarlo. Pero cuando el niño lloraba de madrugada, Lucía no se levantaba, así que él aprendió a calmarlo. Ella se negaba a llevarlo a revisiones: —¡Los médicos tienen la culpa! Hice todas las ecografías, me dijeron que todo estaba bien. ¿Esto es estar bien? Tres meses y ni siquiera sostiene la cabeza.
Javier gestionaba las citas, escuchaba términos incomprensibles que le secaban la boca, acompañaba a Lucas en análisis donde cerraba los ojos mientras la enfermera buscaba una vena minúscula. Finalmente, en el hospital regional, los genetistas explicaron que el niño necesitaba medicación especial. Por eso Javier aceptó el trabajo en la obra: un amigo le ofrecía buen sueldo, aunque Lucía se oponía. Ahora no había opción. Se fue, confiando en que su esposa cuidaría al pequeño. Qué equivocado estaba. Y la abuela Carmen, aunque intuía algo, callaba:
—Tranquilo, hijo, ocúpate de trabajar —repetía.
Ella era quien visitaba a Lucas en el hospital: le hablaba, le aplicaba crema para las escaras, le hacía masajes. Lucía, en cambio, retomó su trabajo sin decírselo. Solo confesó cuando él anunció su regreso por vacaciones:
—¡Es nuestro hijo! —estalló Javier—. ¿Cuidados paliativos? ¡Trabajo para pagar su tratamiento!
—¿Qué tratamiento? —chilló ella—. ¡Llevas medio año ausente! Yo también tengo derecho a vivir. Podemos tener otro niño, uno sano. ¡No pienso perder mi vida cambiando pañales!
Al principio, la dedicación de Lucía con su hermano, que tenía polio, lo había enamorado. La veía frágil, pero fuerte cargándolo, leyéndole cuentos. Ahora entendió: su amor solo alcanzaba para él.
—Si no lo traes a casa, pediré el divorcio.
—¡Hazlo! He vivido sin ti y seguiré igual.
No creyó que lo abandonaría, pero ella se fue antes de su llegada. Dejó las llaves a Carmen, quien ya sospechaba: en esos meses, Lucía había encontrado a alguien más.
—No te preocupes, crío —dijo la abuela—. Busca trabajo aquí. Yo te ayudo con Lucas, pero no puedo sola.
Javier lo sabía: Carmen estaba enferma, requería cuidados. ¿Cómo dividirse?
Ella lo crió. Su madre, una cantante exitosa, lo dejó con Carmen «un mes» y nunca volvió. Enviaba dinero hasta que él terminó el instituto, luego cesó. De joven, Javier creyó que lo amaba, que su vida era complicada: giras, fans… Una vez, compró rosas carísimas y fue a su concierto. Ella tomó el ramo sin mirarlo y lo tiró a un rincón. Tras el show, intentó verla entre bastidores, pero lo rechazaron: «Está cansada. Llamará otro día». Esperó un mes junto al teléfono. Nunca llamó.
Ahora, si sonaba su canción, cambiaba de emisora. Carmen fue su padre, madre, todo. Y ahora, también la madre de Lucas. Él encontró un empleo con horario fijo para no agotarla. Lucía ni llamaba; peor que su madre, que al menos fingía tener un hijo.
—Soñé con tu abuelo —contó Carmen una mañana—. Me pidió agua del pozo. Le dije: «No puedo, las piernas no me responden». Él contestó: «Aquí todos caminamos». Vi el suelo cubierto de hierba suave. Alcanzó el agua y miró dentro del pozo: estabas tú, con traje y corbata, junto a una chica de hoyuelos. ¡Un presagio! Encontrarás una buena esposa, no como esa descastada.
—Abuela, ¿quién querría a un hombre con un niño así?
Al día siguiente, Carmen no despertó. El presagio se cumplió, aunque no como esperaba: ahora ella llevaba agua al abuelo, no a Lucas.
La madre de Javier ayudó con el funeral, incluso apareció, pero él gastó sus ahorros. Dos semanas después, ella llamó:
—Contraté una cuidadora para el niño. Yo pago.
Él dudó, pero la necesidad pudo más. Esperaba una mujer mayor, como las que vio en hospitales, pero su madre envió a una recién graduada:
—No se preocupe, hice cursos —dijo Marina, temblorosa.
Él calló. ¿Para qué discutir? La chica lo llamaba cada media hora:
—¿Es normal que tenga hipo?
—Sosténgalo erguido. Ponga algo caliente en su espalda.
—¡Respira con dificultad!
—Use el inhalador, como le expliqué…
Con los días, mejoró. Javier cambió de trabajo: en una obra, sin contrato, pero con horario flexible. Los fines los dedicaba a Lucas; Marina estudiaba chino los sábados. Hablaba de hacer prácticas en Shanghái, aprender acupuntura. Ingenua, creía todo lo de Internet.
En el cumpleaños del niño, ella apareció un domingo: trajo un globo azul y un pelele tejido por ella. Javier, emocionado, la invitó a merendar tarta. Pasearon: vistieron a Lucas con el nuevo traje, ataron el globo a su silla. Él sabía que quizás no habría otro cumpleaños, pero ese día, bajo el cielo despejado, sintió paz.
Casi no reconoció a Lucía en el paso de cebra: maquillaje excesivo, amigas risueñas. Ella lo vio, enrojeció y cruzó rápidamente.
—¿Quién era? —preguntó Marina.
—Nadie —respondió él.
Ella sonrió, mostrando hoyuelos. Algo en esa imagen le recordó… ¿El sueño de Carmen? El globo azul danzaba igual que su corazón.
El sueldo tardaba, la medicina se acababa. Llamó a su madre:
—¿Poco hago? —bufó ella—. ¿Sabes lo que le pago a esa chica? ¡Deja de quejarte!
La vergüenza lo ahogó. ¿Era incapaz de mantener a su hijo? Colgó, deseando la mano de Carmen en su hombro…
Pasos suaves. Marina entró con un sobre:
—Es para la medicina.
—¿De dónde?
—Tu madre me pagó. Ahorraba para China, pero… Mis padres me mantienen.
—¿Y tu viaje?
Ella encogió los hombros:
—Ya no voy.
Sonrió, los hoyuelos profundizándose. Javier recordó el sueño y enrojeció sin saber por qué.
—Tómalo —insistió ella—. Es lo correcto.
—Te lo devolveré —gruñó—. Si no viajas, ¿qué haces este finde? ¿Paseamos?
Marina asintió:
—Me encantaría.