LOS ZAPATOS DE ESTRELLA: UN TOQUE DE BRILLO Y GLAMOUR EN TUS PIES

**LAS ZAPATILLAS DE LUCÍA**

Lucía tenía once años y andaba descalza por las calles adoquinadas de Segovia, donde las casas de piedra se alzaban como guardianes antiguos y las plazas olían a rosas, pan recién horneado y chocolate espeso. Sus pies, endurecidos por años de caminar sin calzado, conocían cada grieta, cada sombra y cada pozo de la ciudad. Eran pequeños, delgados, pero fuertes como el espíritu de la niña, testigos mudos de su día a día.

Su madre tejía mantones para los visitantes que paseaban por la Plaza Mayor, hilando historias en cada puntada. Su padre vendía churros dorados, voceando los precios con entusiasmo mientras los clientes elegían entre los crujientes y los más tiernos. No eran ricos en dinero, pero sí en alegría. Las risas de Lucía y sus hermanos llenaban la humilde casa de tejas, con ventanas siempre abiertas al sol. A veces, Lucía iba al colegio; otras, ayudaba en el puesto de su madre o cuidaba a su hermano pequeño, Javier, que balbuceaba sus primeras palabras.

Una tarde, mientras Lucía recogía migajas de la plaza tras el bullicio del mercado, una mujer extranjera la vio y fijó sus ojos en sus pies, curtidos por el suelo áspero. Se acercó con dulzura.

¿Por qué no llevas zapatos, cariño? preguntó, agachándose un poco.

Lucía se encogió de hombros. Su mirada era franca, pero en sus ojos había una mezcla de orgullo y resignación.

Los míos se rompieron hace tiempo contestó. Y no hay para otros.

Conmovida, la mujer sacó de su bolso unas zapatillas deportivas casi nuevas, blancas con detalles azules, que brillaban bajo el sol de la tarde. Lucía las apretó contra su pecho como si fueran un tesoro. Esa noche, ni siquiera se las quitó para dormir, y las limpió con esmero antes de acostarse, mientras Javier las observaba con curiosidad y los gatos del barrio se acercaban a olisquear aquel misterioso regalo.

Al día siguiente, Lucía fue al colegio con las zapatillas puestas y la cabeza alta. No era vanidad. No se sentía superior por llevar algo nuevo. Era dignidad: por primera vez, no tenía que esconder sus pies bajo el banco o bajo los trapos viejos que otras niñas usaban para pasar desapercibidas. Cada paso suyo resonaba en la plaza, como si los adoquines le devolvieran el eco de su propia valentía.

Pero pronto, todo cambió.

¡Mira la pija con sus zapatillas nuevas! se burló un compañero, señalándola.

Las risas y los murmullos le dolieron más que el frío del invierno en sus pies descalzos. Lucía no entendía por qué algo tan pequeño podía despertar tanta envidia. Se sentó sola en el banco, viendo jugar a los demás, con un nudo en el corazón. Esa tarde, llegó a casa con las zapatillas guardadas en una bolsa, intactas.

¿Qué te pasa, hija? preguntó su madre, al ver su expresión triste.

Mejor las guardo, mamá. Para que no se estropeen murmuró Lucía.

No quiso admitir la verdad: que ser pobre y tener algo bonito a veces duele más que no tener nada. Que hay quien confunde la dignidad con la soberbia. Que la humildad no está en los pies, sino en el corazón.

Días después, llegó al barrio un grupo de fotógrafos. Buscaban niños para un proyecto sobre la infancia en los pueblos de Castilla. Querían capturar la vida cotidiana, los mercados, las familias y las sonrisas que muchos pasaban por alto. Lucía fue elegida. La retrataron con sus zapatillas blancas, frente a su casa de piedra, sosteniendo una amapola en la mano. Cada foto parecía contar una historia de resistencia y orgullo.

La imagen viajó lejos: a París, Tokio, Ciudad de México. Lucía no lo supo hasta que un periodista llegó al pueblo para buscarla.

Tu foto está en una exposición le dijo. La gente pregunta por ti. Quieren saber quién es la niña de ojos grandes y zapatillas blancas.

Lucía miró a su madre, que lloraba en silencio, entre el orgullo y la emoción.

¿Y por qué quieren saber de mí, si aquí nadie me mira? preguntó, sincera.

Porque representas algo importante respondió él. Que hasta lo más sencillo, visto con respeto, puede ser arte.

Lucía volvió a ponerse las zapatillas. Caminó por la plaza sin bajar la mirada, observando a vecinos y turistas. Ya no le importaban las burlas. Había aprendido algo valioso: la belleza no es solo lo que otros ven, sino lo que uno siente cuando deja de esconderse. Cada paso era un recordatorio de su derecho a existir con orgullo.

Un par de zapatillas no cambian el mundo, pero pueden cambiar cómo un niño se ve a sí mismo. Y eso ya es un milagro.

Con el tiempo, la historia de Lucía inspiró a otros. Los niños empezaron a cuidar sus pequeñas posesiones, a caminar con la frente alta. Las madres hablaban de dejar que los pequeños se expresaran sin miedo al qué dirán.

Lucía siguió andando con sus zapatillas, ahora manchadas de barro, risas y recuerdos. Cada vez que cruzaba la plaza, su mirada decía: “Miradme. Mirad quién soy”.

Porque a veces, unas zapatillas no solo cubren los pies. Tapan la vergüenza, la duda, el miedo. Y dejan que la luz interior brille.

Años después, ya mayor, volvió a la plaza y vio a otras niñas descalzas. Se acercó a ellas, no para sermonear, sino para mostrarles con su ejemplo que podían caminar con orgullo. Así, sus zapatillas dejaron de ser solo suyas: se convirtieron en símbolo de resistencia y amor propio.

Porque los grandes cambios no siempre vienen de gestos monumentales, sino de los pequeños: unas zapatillas, una flor, una mirada de respeto… y el coraje de caminar con la cabeza alta.

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