En el mostrador de recepción reinaba el silencio. Solo el reloj de la pared marcaba las horas, como recordando que el tiempo sigue su curso, pase lo que pase. Ana sacó cuidadosamente su pasaporte y tarjeta médica del bolso, los ordenó juntos y se los pasó a la joven tras el cristal. Ella echó un vistazo a los documentos y luego a Ana. En sus ojos apareció una ligera inquietud, pero permaneció callada. Tomó los papeles y, sin decir nada, anotó algo en el registro.
— ¿Tiene familiares? — preguntó en voz baja, sin levantar la vista.
Ana suspiró, cansada, como alguien que ha oído esa pregunta mil veces y ha respondido otras tantas.
— Tenía una hija. Pero es mejor decirle que he muerto. Así todos estarán más tranquilos… y será más cómodo.
La joven levantó la mirada, sorprendida. Quiso replicar algo, pero al ver el rostro de Ana, guardó silencio. No había ni dolor ni rabia en sus ojos, solo cansancio. Un cansancio que no se discute, no se cura; solo se sobrelleva.
Había habido un tiempo en el que la vida de Ana era completamente diferente. Llena de olores de repostería, pañales, risas infantiles y tareas interminables. Su esposo falleció en un accidente de coche cuando su hija, Lucía, apenas tenía cuatro años. Desde entonces, se quedó sola: viuda, madre, ama de casa y pilar. Sin ayuda, sin respaldo, pero con la fe de que saldría adelante. Por Lucía.
Y lo logró. Trabajaba en la escuela, corregía cuadernos por las noches, lavaba y planchaba de madrugada, y los fines de semana hacía empanadas y leía cuentos. Lucía creció inteligente, amable y querida. Ana nunca se quejaba. Solo a veces, en la profunda noche, cuando todo el mundo parecía detenerse, cerraba la puerta, se sentaba en la cocina y se permitía unas pocas lágrimas. No de debilidad, sino de soledad.
Cuando Lucía creció, se casó, tuvo un hijo y se mudó a Salamanca. Al principio llamaba todas las noches. Después, una vez a la semana. Luego, una vez al mes. Y después… llegó el silencio. No hubo peleas ni rencores. Simplemente, “Mamá, es que ahora tenemos la hipoteca, el trabajo, el colegio… no tenemos tiempo. Lo siento. Te queremos, de verdad. Solo que ahora es complicado”.
Ana asentía. Siempre entendía.
Cuando le costó subir las escaleras, se compró un bastón. Cuando las noches de insomnio la atormentaron, pidió cita con el médico y solicitó pastillas. Cuando el silencio fue absoluto, compró una radio. Cuando llegó la soledad, simplemente la aceptó. Lucía a veces enviaba dinero. No mucho. Pero era suficiente para las medicinas.
Ana ingresó al asilo por iniciativa propia. Llamó, se informó de las condiciones, y recogió sus cosas. Cuidadosamente dobló su suéter favorito, una cálida mantilla, y guardó el álbum de fotos. Cerró la puerta, sin mirar atrás. Como despedida, dejó en el buzón de su hija una carta. Sin reproches ni exigencias.
«Lucía, si un día vienes y ya no estoy, quiero que sepas que no me fui de ti. Me encuentro conmigo misma. No quiero ser una carga. No quiero que elijas entre la conciencia y la comodidad. Que sea más sencillo, tanto para ti como para mí. Te quiero. Mamá.»
En la residencia, Ana no se quejaba. Leía, cuidaba las plantas, a veces horneaba galletas cuando la dejaban usar la cocina. No se lamentaba, no se quejaba ni esperaba. Pero cada noche, cuando apagaban las luces del pasillo, abría una cajita y sacaba una foto: Lucía de niña, con un abrigo rojo y lacitos blancos.
Ana pasaba los dedos sobre la foto, cerraba los ojos y susurraba:
— Buenas noches, mi pajarita. Que todo te vaya bien…
Y se quedaba dormida. Con la esperanza de que, quizás, en algún lugar, en otra ciudad, en otra vida, alguien todavía la recordara.
Pasaron tres años. Lucía realmente vino. Un día, de repente. Llevaba en su mano la carta que había guardado sin abrir durante todo este tiempo; no pudo leerla en aquel momento. Cansada, desorientada, con los ojos llenos de culpa, cruzó el umbral del asilo y preguntó: «¿Doña Ana… está aquí todavía?»
Una joven enfermera asintió y la dirigió al jardín. Allí, bajo un manzano, en una mecedora, dormía una anciana de cabello blanco. En sus manos, una fotografía. El viento jugaba con su cabello fino, y su rostro mostraba una paz…
Lucía no pudo contenerse. Cayó de rodillas frente a ella y lloró:
— Mamá… Perdóname… Lo entiendo todo. Pero te quiero tanto.
Ana no despertó. Pero sonrió en sus sueños. Quizás, soñó que una niña con un abrigo rojo corría hacia ella por una avenida otoñal, gritando: “¡Mami!”
Porque, aunque nadie lo oiga, el corazón de una madre siempre escucha…