Cartas Antiguas: Un Viaje a Través del Tiempo y la Memoria

Cuando el cartero dejó de subir los pisos y empezó a dejar los sobres y los periódicos en la planta baja, justo al lado del portal, Ana María García se enfadó al principio. Luego se resignó. Ahora sus mañanas empezaban con una bajada de escaleras, agarrándose a la pasamanería fresca, y echando un vistazo al viejo buzón verde con la puerta un poco doblada.

Ese cajón era de los años setenta, la pintura estaba desconchada y el número 12 estaba torcido. Cada vez que lo abrías crujía, y Ana pensaba que algún día se iba a caer del todo y entonces ¿cómo iba a recibir las cartas de Verónica?

Las cartas llegaban sin regularidad. A veces una semana, a veces un mes, pero siempre llegaban. Sobre un sobre estrecho, la letra ligeramente inclinada, y ese perfume barato que Verónica siempre usaba. Ana subía de nuevo, ponía la tetera al fuego, se sentaba a la mesa y leía el sobre con cuidado, sin romper el pliegue.

Verónica vivía en otra ciudad, a mil kilómetros de distancia, en Valencia. En los años de universidad compartían la misma habitación del residuo de la facultad de Medicina, repasaban anatomía y se repartían una lata de atún. Después cada una siguió su vida: Verónica se casó, tuvo hijos; Ana se quedó en el centro de salud, se casó tarde, tuvo una hija. Se fueron separando, pero nunca se alejaron. Las cartas eran el hilo fino pero sólido que las mantenía unidas.

Verónica escribía sobre la casa de campo, sobre la vecina que otra vez plantó los tomates equivocados, sobre su hijo que todavía no se atreve a dejar a su esposa quejumbrosa. Hablaba del presión que sube como cabra y de los nuevos comprimidos que le recetaron. Entre líneas siempre se percibía la Verónica de antes: bromista, terca, con un toque de ironía.

Ana contestaba por la noche, cuando la casa se quedaba callada. Su hija vivía sola, el nieto venía los fines de semana. De lunes a viernes sólo se escuchaba el tictac del reloj, el zumbido del ascensor por el pasillo y el susurro de su bolígrafo sobre el papel. Narraba el trabajo en el centro de salud, donde hacía turnos como médico de familia, los vecinos que pelean siempre por la plaza de garaje, y a su nieto, ahora informático, que no explicaba nada.

Le encantaba el ritual: sacar una hoja limpia, alisarla, imaginar el día y la semana, decidir qué contarle a Verónica y qué guardar para sí. Cada carta era como un pequeño resumen nocturno. Escribía despacio, leyendo cada palabra como si escuchara a Verónica leerla.

Una tarde, el nieto, Sergio, llegó con una caja bajo el brazo.

Abuela dijo, sacando un móvil nuevo, ya basta de ese móvil con teclas. Es hora de entrar en el siglo veintiuno.

¿Y yo qué, sigo viviendo en el siglo diecinueve? replicó Ana, aunque aceptó el teléfono. Delgado, pesado, de cristal. Le daban miedo hasta tocarlo; temía que se le cayera y perdiera la beca de Sergio.

Mira, es muy sencillo. Sergio deslizó el dedo por la pantalla y aparecieron unos cuadrados brillantes. Esto es un mensajero. Puedes escribir, mandar fotos, incluso hablar al instante.

¿Y el correo qué tiene de malo? Ana sonrió, pero sus ojos se iluminaron.

El correo está bien cuando te llega una postal de la Costa del Sol. Con esto puedes chatear con Verónica todos los días.

Sergio ya sabía de Verónica; Ana le leía a veces fragmentos de sus cartas. El chico soltó un ¡qué buena amiga tienes! y, sin pensarlo, decidió que Verónica también merecía un empujón.

Solo que Verónica… Ana buscó la palabra, no usa el móvil. Tiene uno viejo, con teclas. Ella dice

¿Tiene nieta?

Sí, una nieta. Alicia, estudiante.

Pues vamos a arreglarlo. Tú le escribes una carta pidiéndole a Alicia que le eche una mano y yo configuro todo.

Puso el móvil en la mesa, lo enchufó, introdujo algunos datos. Ana miraba la pantalla iluminarse, las barras de carga avanzar, sintiéndose a la vez tonta y emocionada.

Esa noche volvió a su mesa, pero ahora había un móvil al lado del papel. El aparato mostraba silencioso la hora y la temperatura. Sacó el sobre, escribió la dirección de Verónica y, tras dudar un momento, añadió al final: Verónica, Sergio me ha comprado este móvil y dice que ahora podemos mandar cartas por él. Si Alicia te ayuda, avísame. Quizá yo también aprenda. Aunque ya soy una gata vieja.

Sonrió, volvió a leer, selló el sobre y al día siguiente lo dejó en el gran buzón del portal, no en el verde de número 12, sino en el común, con la ranura para sobres.

Dos semanas después llegó la respuesta. Verónica escribía: Eres una reliquia, pero yo soy peor. Alicia se ríe y dice que todo se puede. El fin de semana vino a mi casa, me mostró en su móvil cómo funciona. Así que, Ana, sorpréndeme. Alicia dice que cuando vaya a verte a Madrid la configuro todo. Incluso yo mandaré mensajes, como los jóvenes.

Ana soltó una carcajada. La carta llevaba el mismo ánimo travieso que Verónica cuando aprendía a conducir la moto del exmarido.

Un mes después Sergio volvió, se sentó junto a ella y empezó a enseñarle a pulsar, a dónde mirar.

Mira, esto es el chat. Aquí van los mensajes. Primero me añado yo, practicamos.

Tecleó unas frases. El móvil emitió un leve ding y la pantalla se iluminó. Ana tembló.

No te asustes, solo es una notificación. Pulsa aquí.

Pulsó y apareció: ¡Hola, abuela! Es un entrenamiento. En la parte baja había una línea vacía.

Escribe allí tu respuesta le indicó Sergio, toca esas letras.

Los dedos de Ana temblaban. Escribió despacio: Hola. Veo. Se le escapó veho. Sergio se rió, pero lo corrigió al instante.

Tranquila, lo arreglamos borró las letras y le mostró cómo ponerlas bien.

Al día siguiente ya podía abrir el chat, escribir frases cortas y enviarlas. Los mensajes de voz le daban miedo, pero Sergio le prometió que después los usaría.

A principios de otoño Verónica apareció en el mensajero con un mensaje de número desconocido: Ana, soy yo. Alicia lo ha configurado. Saludos desde nuestro pantano.

Ana se quedó mirando esas palabras como si Verónica estuviera justo allí, al otro lado del portal.

Escribió: ¡Verónica! Te veo, más bien, te leo. ¿Cómo estás? y lo envió con el corazón en un puño.

La respuesta llegó en un minuto. No una semana, no dos, sino minutos.

Viva. La presión me vuelve loca, pero no le tengo miedo. ¿Y tú? ¿Sergio te está volviendo loca con su modernidad?

Ana rió y le contó sobre el centro de salud, la vecina que discute con la comunidad de propietarios, y su nieto informático. Sus dedos a veces se enredaban, pero Verónica entendía. De vez en cuando Verónica ponía al final de sus frases un emoticono: una carita amarilla sonriente.

Eso es un emoticono le explicó Sergio, echando un vistazo por encima del hombro. Significa que está sonriendo.

Ana asintió. Decidió no usar esos dibujitos, que le parecían de otro idioma. Pero cuando Verónica enviaba una broma muy punzante, su mano buscaba sin querer la carita.

La conversación tomó ritmo. Por la mañana Ana revisaba el móvil como antes revisaba el buzón. Al mediodía, entre consultas, miraba furtivamente la pantalla para leer el último mensaje de Verónica. Por la tarde podían intercambiar decenas de frases breves.

La velocidad de la comunicación era extraña: alegre y a la vez angustiosa. Lo que antes tardaba semanas y páginas ahora cabía en dos renglones. Antes de que se diera cuenta, ya había enviado otro mensaje.

Un día Verónica escribió: Imagínate, el vecino de la casa de campo me está tirando los manzanas. Dice que tomemos el té juntos. Yo le respondo: tengo presión, no puedo estresarme.

Ana frunció el ceño, recordó que Verónica se quejaba de la soledad y de los viudos que buscan una niñera gratis. Le contestó: Cuidado, que no se te quede pegado al cuello. Después no lo sueltes. Son todos así. Lo envió sin revisar.

La respuesta llegó casi al instante: Gracias por subir a los hombres de setenta con tanto entusiasmo. Yo misma me encargaré.

Ana sintió un pinchazo interno. Quiso escribir: Solo me preocupa, pero se quedó callada. La pantalla mostraba el último mensaje sin emoticono.

Esa misma noche llegó otro mensaje: Y, de verdad, parece que te alegras cuando yo no consigo nada. Que sigamos escribiendo cuando seamos viejas y no salgamos de casa.

Ana se quedó mirando esas palabras, sintió calor. Se levantó, fue a la cocina, se sirvió un té y dejó que la cabeza bulliese. Pensó en todas las noches que había pasado sin dormir por los problemas de Verónica.

Volvió a la mesa, abrió el chat, los dedos temblaban. Escribió: No tienes razón. Yo también tengo miedo por ti. Sé cómo les gusta a los hombres que los alimenten y luego los abandonen. Lo he visto en el trabajo.

No recibió respuesta. Ni minutos, ni horas. El móvil seguía vibrando por otras notificaciones, pero de Verónica silencio.

Esa madrugada se despertó varias veces, encendía la pantalla y miraba el chat vacío. Por la mañana fue al centro de salud, pero la preocupación le acompañaba.

Al día siguiente el móvil pitó. Era Sergio: Abuela, ¿todo bien? ¿No has dejado el móvil?. Ana respondió: Todo bien, en el curro. Luego llamo. Sigue sin noticias de Verónica.

Al tercer día, Ana no aguantó y marcó el número de Verónica. Largas esperas, ningún contestador. Colgó, volvió a intentar. Lo mismo.

Tal vez está en la casa de campo sin señal, se tranquilizó, pero la ansiedad subía.

Al anochecer, cuando ya casi iba a escribirle una larga disculpa, apareció una notificación. Un mensaje de voz. Con cautela pulsó el triángulo. Primero se escuchó un ruido y después la voz de Alicia, la nieta de Verónica.

Ana, buenos días. Soy Alicia. Mi abuela está en el hospital, tuvo un infarto. Ahora está en cuidados intensivos, pero ya mejora. Encontré su número en su móvil. Ella quería que supieras que no está enfadada y que me escribirá cuando pueda. Perdona la grabación, estoy entre salas, no puedo hablar mucho.

El tono tembló, la grabación se cortó.

Ana se quedó inmóvil hasta que el silencio acabó. Después buscó en el armario una carpeta vieja con sobres, sacó una hoja en blanco, se sentó y escribió: Querida Verónica. Relató su miedo, la tontería de la pelea, el hecho de que ningún hombre vale la pena romper una amistad de tantos años, y que si ella quiere tomar el té con quien sea, Ana solo le alegrará.

El sobre quedó grueso. Lo firmó, bajó las escaleras y lo dejó en la ranura del buzón del portal.

Al día siguiente mandó un mensaje a Alicia: Hola, ¿cómo está mi abuela? y recibió: Ya está mejor, la han trasladado a una habitación. Está débil, pero ya se queja de la comida, lo cual es buena señal. Le leí tu carta, lloró y dijo que eres tercamente buena. Cuando pueda, escribirá.

Ana sonrió entre lágrimas. Tercamente buena, casi un cumplido.

Los días pasaron. Seguía trabajando, viendo las noticias, llamando a su hija. El móvil reposaba a su lado, como una pequeña ventana a la que aún nadie miraba mucho.

Una semana después llegó otro mensaje, esta vez de Verónica.

Ana, escribo despacio, la mano tiembla. Tu progreso casi me mata. Alicia dice que es broma, yo no le creo mucho. No te enfades. Yo me alteré. Tú también eres una guerrera con los hombres. Ya solo quería sentirme viva, no solo una anciana con pastillas. ¿Me entiendes?

Ana lo leía varias veces y contestó: Te entiendo. Yo también a veces quería ser solo una enfermera y no una abuela. Lo siento por haber intervenido. Tengo miedo de perderte. Pero no sirve de nada. Hagamos un trato: me cuentas todo y yo pienso antes de responder, al menos un minuto.

Añadió al final un emoticono sonriente, aunque le costó encontrarlo entre tantos. Verónica respondió con un breve: De acuerdo. Un minuto de reflexión es una revolución para ti. Estoy orgullosa. Sigue escribiéndome, no dejes de hacerlo. Y en el chat hablemos de cosas pequeñas, como chicas en el dormitorio del residuo.

Ana se rió en voz alta, casi oyendo a Verónica decirlo con su tono peculiar.

Esa noche sacó un nuevo sobre, lo dejó sobre la mesa, al lado del móvil. Dos maneras distintas de hablar con la misma persona.

Escribió a Verónica sobre el centro de salud, sobre el jefe que quería que trabajaran los fines de semana y la enfermera mayor que se había rebelado. Sobre la vecina de abajo que finalmente arregló el techo y dejó de quejarse del gotear. Sobre el sueño que tuvo con el residuo, donde corrían en bata por los pasillos.

Cuando terminó, fotografió la carta con el móvil y la envió por el chat: Aquí tienes un spoiler. El resto llegará por correo.

Verónica contestó al instante: ¡Qué bromista! Ahora esperaré cartas y sobres. Mi corazón no aguanta tanto drama.

Luego añadió: Alicia dice que puede enviarme un mensaje de voz, pero me da vergüenza. No sé qué diré.

Ana pensó y respondió: Graba lo que quieras. Si algo sale mal, fingiremos que la señal se cortó.

Un par de minutos después llegó el mensaje de voz. Ana pulsó.

Pues nada, aquí Verónica, la estrella de la radio. Dicen que casi muero, pero yo creo que solo me tomé una siesta larga, para descansar de todos. No llores, que yo te superaré. Tengo planes. Quiero que ese vecino me cuide, al menos alguien que no sea el médico.

Ana sintió que la tensión de las últimas semanas se disipaba. Verónica seguía allí, tan cabezota y risueña como siempre.

Con el micrófono del móvil, Ana dijo: Verónica, si me sobrevives, no te lo perdonaré. Y sobre el vecino si empieza a llevar manzanas todos los días, avísame. Iré y os daré una lección.

Soltó el botón, temiendo haber dicho demasiado, pero ya era tarde. El mensaje ya había salido.

En el chat apareció al minuto: Te escucho y pienso: vivimos como dos colegialas, tememos que nos abandonen o nos olviden. Nadie nos ha olvidado, ni siquiera tu nieto que ahora me enseña a usar esos dibujitos.

Otro: Vale, cuando esté en el hospital o me sienta mal, escribe cartas de papel. Son lentas, pero cálidas. Cuando todo vaya bien, chateemos, pero no cada cinco minutos, que me canso.

Ana sintió una calma interior. Reglas sencillas, entendibles. No llamar de madrugada, no exigir respuesta inmediata, no enfadarse si la otra está ocupada. Y saber que en algún punto del otro lado del pantalla, alguien lee tus palabras.

Escribió: Acuerdo. Y otra cosa, si quieres tomar el té con alguien, no me pidas permiso. Yo solo podré refunfuñar. No puedo vivir por ti.

Verónica respondió con un guiño y la frase: Eso es discurso. Lo grabaré y lo escucharé cuando empiece a flaquear.

El otoño pasó a invierno. Verónica salió del hospital, peroY así, a pesar de los cambios, su amistad siguió siendo el puente que cruzaba los años y la distancia.

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