Me dejó por una más joven. Al día siguiente llamó y, con la voz temblorosa, preguntó si podía volver.
Empacó su maleta y salió sin voltear la mirada. Sólo dijo que se había enamorado de nuevo y que necesitaba sentir algo verdadero una vez más.
Yo, Inmaculada, me quedé en la puerta con una taza humeante en la mano y vi cómo se alejaba mi marido, el mismo con quien había compartido treinta años de vida, desayunos, facturas y el silencio entre frases.
No grité. No lloré. Ni siquiera le pregunté quién era ella, porque ya no importaba. Un solo vistazo a su rostro bastó para entender que la decisión se había tomado hacía tiempo. Yo ya no era más que la etapa final: la mujer que entrega las llaves y los recibos.
Los primeros días fueron un sueño. Recorría el piso en silencio, sin encender la radio, sin contestar el móvil. Los hijos llamaron, intuían algo; les dije que todo estaba bien. No quería lástima, ni preguntas. Sólo quería desaparecer, aunque fuera por un momento.
Después llegó la ira. No había sido una mala esposa: cocinaba, lavaba, escuchaba. Renunciaba a mí misma en nombre del nosotros. Y cuando él decidió buscar su felicidad, ni siquiera tuvo el coraje de mirarme a los ojos.
Pasaron las semanas. Aprendí a dormir sola, a hacer la compra sin revisar qué le gustaba a Antonio. Empecé a pasear largas caminatas, a veces con paraguas, a veces sin él. A veces con pensamientos, a veces con la cabeza vacía. Pero cada día respiraba un poquito más ligero.
Y justo cuando creía que todo estaba cerrado, sonó el timbre.
En el umbral estaba él, canoso y agotado, con una bolsa en la mano y en los ojos una luz que nunca antes había visto.
¿Puedo entrar? preguntó en voz baja. Quisiera conversar.
Yo lo miré un momento, sin reconocer al hombre que se marchó sin decir adiós y que ahora volvía como si el tiempo se hubiera detenido.
Lo dejé pasar sin decir nada. Nos sentamos en el salón, en el mismo sitio donde antes tomábamos el café dominical y hablábamos de cualquier cosa. Tenía la bolsa en el regazo, como sin saber si dejarla allí. Yo, con las manos entrelazadas, estaba dispuesta a escuchar, aunque ya no era la misma de antes.
No funcionó dijo tras una pausa. Creía saber lo que quería, que podía empezar de cero. Pero
Se quedó callado, esperando que yo hablara. Guardé silencio, porque cuando te dejan sin una palabra, no tienes obligación de ayudarle a encontrar el camino.
Era joven. Diferente. Me fascinó. Por un instante me sentí de nuevo joven. Pero luego volvió la vida: facturas, obligaciones, la rutina. Y entendí que no buscaba a una mujer, sino a mí mismo. En el sitio equivocado.
Apreté los puños sobre el regazo.
¿Por qué vuelves? ¿Porque ella te falló? ¿Porque no supiste soportarlo? ¿O porque aquí es más fácil?
Él me miró con una mezcla de vergüenza y cansancio.
Porque te echo de menos. Porque ahora veo lo que teníamos y lo que tú significabas para mí.
Me levanté y me acerqué a la ventana. Tras el cristal brillaba el sol de octubre, en la calle alguien sacaba al perro, los niños regresaban de la escuela. Todo era corriente, pero dentro de mí ya nada era ordinario.
Durante el tiempo en que no estuviste dije en voz baja, aprendí a vivir sola. No porque quisiera, sino porque tuve que. Y ya no soy la mujer que abandonaste.
Me giré hacia él y, por primera vez, lo miré de verdad.
Ahora decidiré yo si sigues formando parte de mi vida.
No suplicó, no se arrodilló. Sólo asintió, como si comprendiera que las cartas ya no las repartía él. Dejó la bolsa en el sofá y preguntó si podía quedarse a pasar la noche. No por lástima ni por comodidad, sino porque necesitaba un momento, un respiro.
Acepté. No sé bien por qué. Tal vez quería darle la oportunidad de ver mi mundo sin él. O quizá una parte de mí seguía curiosa por descubrir si ese regreso significaba algo.
Los días siguientes se mostró discreto, cauteloso. No me tocó, no intentó retomar los viejos rituales. Preparó su propio desayuno, ayudó en la comida, propuso ir de compras. Yo ya no aguardaba sus movimientos. Tenía mi rutina, mis cosas, mi silencio y eso era mío.
Una noche, sentados, él preguntó si podíamos empezar de cero, de otro modo, con respeto y sin fingimientos. Dijo que no esperaba un perdón inmediato, que entendía si ya era el final.
No respondí al instante. Lo miré largo y tendido: su cara más pálida, arrugas más profundas, ojos que ya no eran de orgullo sino humanos. Entonces pensé: ¿y si ahora la que tiene la elección soy yo?
Puse la mano sobre la mesa, no sobre la suya, sino al lado.
Necesito tiempo. Pero esta vez serás tú quien espere.
Al día siguiente salió a dar una vuelta y me mandó un mensaje: Gracias por dejarme volver. Sé que no significa que haya vuelto a ser el mismo.
Sonreí ligeramente. Tal vez eso era lo nuevo. Porque, por fin, yo era quien tenía la voz.






