Galina Pérez alargó la mano hacia el sobre con tal ímpetu que todos se sobresaltaron y las cucharas repiquetearon en los platos. Sus uñas, pintadas de un rojo brillante, casi perforaron el papel. Pero el notario le sujetó la mano con firmeza.

Galina de la Torre se abalanzó sobre el sobre con tal ímpetu que todos se sobresaltaron y las cucharas de plata resonaron en los platos. Sus uñas, pintadas de un rojo brillante, casi desgarraron el papel. Pero el notario le puso la mano encima con firmeza.

Lo siento, señora dijo con frialdad. Esto no le pertenece a usted.

El salón quedó en silencio de golpe. Solo se oía el tictac del reloj de pared y, desde fuera, el bullicio de los niños. Ólvaro se encogió en la silla como si quisiera volverse invisible; su nueva esposa miraba con curiosidad tensa, pero no comprendía la gravedad del momento.

Yo permanecí inmóvil. Diez años atrás, habría temblado, habría suplicado para que no me humillaran. Ahora lo sabía: ya no tenían poder sobre mí.

El notario abrió el sobre y extrajo varios documentos. En el primero aparecía la firma de mi suegro, Vicente Martínez. La voz del notario cortó como un cuchillo:

El testamento se redactó tres meses antes de su fallecimiento. La única heredera Marina Valdés.

Los parientes murmuraron. Las tías se miraron, los tíos tosieron, un niño soltó una risa inocente al no entender.

¡Esto es imposible! gritó Galina de la Torre. ¡Mentira! ¡Él jamás habría hecho esto!

Todos los términos están claros continuó el notario. «Dejo la totalidad de mis bienes, incluyendo la casa y las tierras, a la que fue esposa de mi hijo, a quien no abandonó por voluntad propia, sino a quien expulsaron.» Incluso adjuntó una explicación.

Ólvaro dejó escapar un gemido. Su nueva esposa se apartó de él como si fuera un desconocido, con evidente disgusto.

Respiré hondo. Ya conocía el contenido del testamento, pero oírlo en voz alta, ante todos, era distinto.

Así que esto era susurró mi suegra. ¡Siempre te tuvo lástima! ¿Y ahora pretendes arrebatarnos la casa?

Me levanté. Mi voz era serena, pero firme, como el acero:

No voy a arrebataros nada. Vosotros me robasteis diez años de mi vida cuando me echasteis. Pero vuestro marido lo vio todo. Y decidió rectificar.

¡No te atrevas! aulló ella. ¡Tú no eres nadie!

Ahora soy la dueña de esta casa respondí con determinación.

El silencio se hizo aún más profundo. Todas las miradas se clavaron en mí.

Pero continué tras una breve pausa, no os echaré. Tengo mi propia casa, mi negocio. Solo quiero una cosa: justicia.

Ólvaro levantó la cabeza, desconcertado:

¿Entonces podemos quedarnos?

Podéis quedarnos dije con un gesto. Pero la casa es legalmente mía. Eso significa que no volveréis a humillarme jamás.

Galina de la Torre parecía derrumbada. Su voz casi se convirtió en un susurro:

Vas a destruirnos

La miré directamente a los ojos:

No. Quiero que sepas lo que se siente al depender de la bondad de alguien.

El notario cerró el expediente y se levantó.

Todos los documentos están en regla. A partir de hoy, la propietaria legal es Marina Valdés.

Asentí brevemente y salí al porche. Afuera, el aire estaba fresco, y el sol se ocultaba tras el viejo peral. Caminé hacia la verja con paso ligero, como si flotara.

Rex, el perro, hacía años que no estaba, pero creí oír su suave gemido, como cuando me acompañaba en otro tiempo. Solo que ahora no guiaba a una mujer desterrada, sino a una vencedora.

Sonreí y seguí adelante. Porque ya nadie podría decir que yo no era nadie. Era yo misma. Y eso bastaba para recuperar mi dignidad y mi vida.

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MagistrUm
Galina Pérez alargó la mano hacia el sobre con tal ímpetu que todos se sobresaltaron y las cucharas repiquetearon en los platos. Sus uñas, pintadas de un rojo brillante, casi perforaron el papel. Pero el notario le sujetó la mano con firmeza.