Ella pronunció el «sí»

**Diario de una decisión**

Valentina Martínez estaba junto a la ventana, observando cómo la vecina tendía la ropa en el balcón de enfrente. La luz del mañana caía suavemente sobre sus cabellos canosos, recogidos en un peinado que llevaba cuarenta años repitiendo. En su mano temblaba una taza de té ya frío.

—Valentina, ¿qué haces ahí parada? —la llamó Miguel Ángel, entrando en la habitación—. El desayuno se enfría.

Ella no se giró. En el reflejo del cristal vio a su marido ajustarse el cuello de la camisa. Setenta y tres años y aún se cuidaba. El pelo, aunque escaso, bien peinado. Los pantalones planchados, los zapatos relucientes.

—Te escucho, Miguel —respondió en voz baja.

Él se acercó, se plantó a su lado.

—¿En qué piensas?

—Tonterías. Tuve un sueño extraño.

Valentina dejó la taza en el alféizar. En el sueño, era joven, de unos veinticinco años, vestida de blanco frente al espejo. Su madre, a su lado, le arreglaba el velo y murmuraba palabras cariñosas. Despertó con los ojos húmedos.

—¿Qué sueño? —Miguel Ángel le cogió el codo, la obligó a mirarle—. Cuéntame.

—Soñé con nuestra boda. Pero no como fue, sino distinta… bonita.

Su marido frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir? Nuestra boda fue normal.

—Normal —asintió ella, pero su voz sonó cansada.

Se casaron en el registro civil, luego celebraron en una cafetería con un amigo como testigo. El vestido fue gris, práctico. En las fotos, ella sonreía, pero sus ojos parecían vacíos. Como si no fuera ella.

—Anda, desayuna —dijo él—. O llegarás tarde al trabajo.

Valentina llevaba treinta años en la biblioteca. La sala de lectura, el mostrador, las fichas. Silencio y orden. Miguel Ángel al principio le dijo que no hacía falta que trabajara, que él podía sostener la casa. Pero ella insistió. Necesitaba gente, libros. En casa, el aire se volvía pesado.

El desayuno fue en silencio. Miguel Ángel leía el periódico, comentando alguna noticia. Valentina comía gachas, perdida en sus pensamientos. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales.

—Esta noche iremos a casa de Íñigo —anunció él, sin levantar la vista—. Nos ha invitado a cenar.

—Vale.

—Seguro que Paula ha cocinado algo especial. Sabes lo que se esfuerza.

Íñigo, su único hijo, se casó hace tres años con Paula, una mujer tranquila y hacendosa. A Valentina le caía bien, pero ver a los jóvenes le recordaba su propia juventud, que pasó sin darse cuenta.

En la biblioteca, el día transcurrió como siempre. Visitantes, préstamos, devoluciones. En la pausa, se sentó en un rincón y abrió un libro de poesía. Sus ojos cayeron en un verso: *”Y la felicidad… ¡tan cerca estuvo…!”*

—Valentina, ¿tienes un momento? —la interrumpió Lucía, una compañera joven.

—Claro, ¿qué pasa?

—Es que… No sé qué hacer. Jaime me ha pedido que me case con él y tengo dudas.

Lucía se sentó a su lado, retorciendo el borde de su pañuelo. Los ojos rojos, como si hubiera llorado.

—¿No lo quieres?

—¡Lo quiero! Mucho. Pero mi madre dice que no es buen partido. Que su trabajo no da para mucho. Y que Adrián Morales tiene su propia empresa y también me corteja.

Valentina la miró. Veintidós años, hermosa, la vida por delante. La misma disyuntiva que ella vivió.

—¿Qué te dice el corazón?

—El corazón… —Lucía sollozó—. El corazón elige a Jaime. Pero mi madre tiene razón, supongo. Hay que pensar con la cabeza, no con el corazón.

—Lucía —Valentina le tomó la mano—. Déjame decirte algo: pensar con la cabeza es necesario, pero si ignoras por completo el corazón, te arrepentirás toda la vida.

—¿Tú crees?

—Lo sé.

Al salir del trabajo, Valentina se detuvo en el parque donde paseaba de joven. Allí conoció a Miguel Ángel. Él estaba en el ejército, de permiso. Guapo, con el uniforme. Las chicas suspiraban por él.

Pero ella estaba enamorada de Álex Rivera, el hijo de los vecinos. Álex estudiaba Literatura, escribía poemas, tocaba la guitarra. Por las noches, se sentaban en un banco y él le recitaba versos. Soñaban con casarse, con una vida juntos.

Su madre se opuso.

—Valentina, ¿estás loca? —decía—. ¿Qué te va a ofrecer ese muchacho? Sin trabajo, sin dinero. En cambio, Miguel Ángel es serio, con carrera militar, te dará seguridad.

—¡Pero no lo amo, mamá!

—Amarás. “Donde hay mata, no hay astilla”. El amor no es lo único en un matrimonio, sino el respeto.

Miguel Ángel insistió. Flores, cines, promesas de futuro. Álex… Álex era un romántico. Creía que el amor lo superaba todo.

La noche de la decisión, Miguel Ángel fue a pedir su mano. Habló con su madre de futuro, de estabilidad. Valentina miraba por la ventana. Álex esperaba bajo la farola, como siempre.

—¿Qué dices, Val? —preguntó Miguel Ángel.

Su madre la miró suplicante. *Di que sí*.

Valentina miró hacia la calle. Álex alzó la vista hacia ella.

—Sí —susurró—. Acepto.

Un mes después, se casaron. Sin pompa. En las fotos, su sonrisa era falsa.

Álex se fue de la ciudad. Nunca supo dónde.

La vida con Miguel Ángel fue tranquila. Buen marido, buen padre. Todo correcto.

Pero sin felicidad.

**… (continuación en la siguiente respuesta, si es necesario).**

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MagistrUm
Ella pronunció el «sí»