A los 56, soltera y feliz: la historia de una madre realizada.

Tengo 56 años. Y nunca me he casado. No, no soy una solterona. Tengo una hija maravillosa, que está casada, habla cinco idiomas y trabaja en una gran empresa de tecnología. Pero, la verdad, nunca he tenido marido. Y mi hija, por desgracia, no conoció a su padre biológico. Ni siquiera sabemos si sigue vivo.

Fue un enamoramiento de juventud. Él vino a España desde Italia como estudiante de intercambio, estaba aprendiendo español. Nos conocimos por casualidad en un evento en mi facultad de filología.

Antes los jóvenes se conocían rápido, sobre todo los estudiantes. O al menos ahora lo parece.

Me encantaba que fuera italiano. Hasta hoy, pese a todo, adoro Italia. Mi hija y yo hemos recorrido toda la bota, desde Venecia hasta Apulia.

Bueno, no voy a alargarme con nuestro romance. La verdad es que ni siquiera fue tal. Paseábamos mucho por Madrid. Yo le enseñaba mi ciudad, y él me rodeaba la cintura con ternura.

Todo pasó muy rápido, sin más. Cuando me di cuenta de que estaba embarazada, mi apuesto moreno Leo, de Terracina, ya había vuelto a su país.

Mi madre me apoyó muchísimo, me dijo que no teníamos derecho a quitar una vida, porque es un regalo del cielo. Y mi padre, la verdad, estaba encantado, aunque yo solo tenía 21 años.

Tuve mucha suerte con mis padres, y mi niña con sus abuelos. Ya no están con nosotras, pero los recordaremos siempre.

Bueno, me he puesto nostálgica. Ahora, al presente. No sé por qué te cuento esto, pero leo mucho los comentarios de la gente.

Muchos comparten situaciones parecidas, y a veces encuentras reflexiones interesantes.

Total, que hace seis meses conocí a un hombre. Lo curioso es que empezamos mal. Estábamos en la cola del supermercado, él detrás de mí.

Cuando pagaba, recordé que había olvidado el café. La tienda es pequeña, casi al lado de casa, el café estaba a un paso, pero igual hay que dar la vuelta. Pues este hombre, con gafas redondas, se puso hecho una furia, que pensé que me iba a pegar.

No entré al conflicto. Pagué en silencio y me fui. De repente, oigo pasos rápidos detrás de mí. Me giro, y era él, el mismo maleducado. Solo que ahora sonreía y llevaba una tableta de chocolate.

Se acercó, me pidió perdón por su comportamiento, dijo que llevaba mucho estrés en el trabajo, que tenía los nervios destrozados.

Sonreí. Y así nos conocimos.

Resulta que somos casi vecinos. Está divorciado, tiene dos hijos adultos y su propio piso. Trabaja en uno de los museos de la ciudad.

Es muy inteligente, culto y un hombre de bien. Después de seis meses saliendo, me pidió matrimonio y que nos fuéramos a vivir juntos.

Dije que sí. No sé por qué. Quizá quiero cerrar ese capítulo y ser esposa. O quizá el cansancio de estar sola. Mi hija ya es mayor, tiene su vida y su familia, aunque de nietos ni rastro.

O puede que solo quiera demostrarme algo. Qué más da ahora.

Pero hay un problema. En cuanto presentamos los papeles en el registro civil y mi futuro marido se mudó conmigo, sentí una tensión rara.

Entiende, llevo años viviendo sola. Tengo mis rutinas, y resulta que no quiero cambiarlas.

Por ejemplo, mi prometido ronca mucho. Y eso es un drama. Ya duermo mal, pero con su ronquido no hay manera. Necesito silencio absoluto para descansar.

No guarda los zapatos al entrar, no apaga las luces al salir de una habitación…

Sé que suena quisquilloso. Pero de verdad tengo mis costumbres.

Por las mañanas, necesito tomar mi café en paz y leer las noticias en la tablet. Ahora tengo que leerlas en voz alta y discutirlas con él. Es como si me robaran mi espacio.

Tampoco me gusta que vaya por casa hecho un desaliñado, aunque para trabajar se ponga impecable.

Quizá me acostumbre. A los calcetines sucios en el suelo, a los sermones interminables… ¿Y si no?

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