**Huellas de tinta en cartas viejas**
El sobre llegó de un gris corriente, sin remite. La letra era ajena, nerviosa, inclinada, como si el que escribía llevara años sin sujetar un bolígrafo. Pero en esos trazos angulosos había algo extrañamente familiar, como si cada letra la conociera por su nombre. El matasellos marcaba una fecha de tres semanas atrás. Sofía supo al instante de quién era. El corazón se le encogió y comenzó a latir desordenado, como si llevara años de retraso, una vida entera.
No había visto a Diego en dieciséis años. Desde aquel otoño maldito cuando él cerró la puerta y se fue sin llevarse la chaqueta, el cepillo de dientes o la foto de la playa donde los dos habían sido felices. Lo dejó todo: la taza de café a medio beber, la maquinilla de afeitar en el lavabo y el silencio, lo peor de lo que dejó. Con ese silencio resonaban las paredes del piso, impregnando las almohadas, las cortinas, los huecos entre los días. Fue su última palabra, y fue la que más dolió.
La carta estuvo una hora sobre la mesa de la cocina. Sofía daba vueltas, fingiendo estar ocupada: lavó una taza, limpió la encimera, hojeó el periódico sin leer. Al final, cogió un cuchillo del pan y abrió el sobre con cuidado. El papel era grueso, con una textura áspera, y las manchas de tinta se esparcían como si la mano hubiera temblado o lo hubiera escrito deprisa, apoyado en la rodilla. Deslizó los dedos por las líneas, como si quisiera sentir no las letras, sino el aliento del que las escribió.
*«Sofía. No sé cómo estás. Ni siquiera si sigues aquí. Esta carta no es para intentar recuperar nada. Sé que no se puede. Y creo que tú tampoco quieres. Solo quería decirte que me acordé. No siempre, pero más de lo que admitía. Una tontería, ¿verdad?»*
Sofía leyó las palabras en voz baja, casi sin mover los labios. La habitación enmudeció. Hasta el reloj de pared pareció detenerse. El aire se volvió espeso, como antes de una tormenta. Como si el tiempo contuviera la respiración.
Se sentó. Olía a lasaña del día anterior y a cebolla quemada. Los recuerdos vinieron en ráfagas: su risa, cuando cogía manzanas del árbol en el patio, el día que le regaló una vieja máquina de escribir: *«Escribe, tus palabras merecen sonar.»* Ella se enfadó entonces—no tenía tiempo para cartas. Y ahora, lo único que quedaba eran cartas.
La carta era corta. Debajo, una dirección. Un pueblo pequeño cerca de Toledo. Él estaba allí. O quería que ella creyera que lo estaba. Aquella dirección no era un destino, sino una confesión: *«Todavía pienso en ti.»*
A la mañana siguiente, subió al autobús.
No porque lo echara de menos. No porque hubiera perdonado. Sino porque no podía dejar esa carta sobre la mesa, como una herida sin vendar. Porque era más fácil llegar a un lugar que pasarse la vida sin cruzar la puerta. Porque a veces es mejor arriesgar que pasarse los años imaginando el *«y si…»*.
El autobús traqueteaba por los baches. Por la ventana, pasaban pueblos nevados, cercas grises, casas torcidas. En cada curva del camino, le parecía ver una silueta conocida. No llevaba música, no abrió un libro—solo miraba hacia adelante, como si esperara que tras la siguiente colina estuviera la respuesta.
La casa era antigua, de madera. La cancela chirriaba como en las películas. El número en la placa casi no se veía. Se quedó bajo el portal un minuto, quizá dos. Respiró hondo. Y empujó la puerta.
Él abrió. Encorbado, con un bastón en la mano. El pelo canoso, la mirada cansada pero cálida. Y en esa mirada estaba todo: la añoranza, la culpa, el silencio de dieciséis años.
—¿Sofía?
Asintió.
—Pasa.
No se abrazaron. No lloraron. No se echaron nada en cara. Se sentaron a la mesa. La tetera hervía en la cocina. Olía a menta y a papel viejo.
Guardaron silencio mucho rato. Pero no era un silencio pesado. Era un puente, de ella hacia él.
—¿Pensaste que no vendría? —preguntó al fin.
No respondió enseguida. Se encogió de hombros.
—Pensé que habrías seguido adelante. Tú siempre fuiste más fuerte.
—He cambiado —dijo ella—. No soy más fuerte. Solo más callada.
Entonces miró sus manos. Sobre la mesa, junto a la taza, había un trozo de papel con una mancha de tinta igual a la de la carta.
—No le escribes a nadie más, ¿verdad? —preguntó.
Negó lentamente con la cabeza.
—Solo a ti. Aunque no las mande. Todo es para ti.
—No te he perdonado —dijo—. Pero he venido. Tal vez eso baste.
Asintió. Y entonces, como por costumbre, sacó la vieja máquina de escribir. La misma. La reconoció al instante—el rasguño en el costado, la tecla «C» desconchada.
—Aún funciona —dijo—. A veces escribo. Cartas sin enviar. Es como hablar, pero sin respuestas.
Sofía miró por la ventana. Nevaba suave, en silencio. Blanco, como una hoja en blanco.
—Entonces… ¿escribimos algo hoy juntos?
Él la miró. Sus ojos brillaron un poco. No respondió. Solo sonrió, apenas.
Y en verdad, eso bastó.
**Lección aprendida:** A veces las palabras no son necesarias para cerrar lo que dejamos abierto. Solo dos silencios, uno frente al otro, pueden ser la respuesta.