Una revelación impactante desata un escándalo en el hogar.

Mi padre se marchó cuando descubrió el romance de mi madre con un compañero de trabajo. En casa hubo una discusión terrible.
—¿Qué esperabas? ¡Siempre estoy sola! Tú en tu trabajo día y noche. ¡Soy una mujer, necesito atención!
—¿Qué dirás si a tu atento Román lo encierro? ¿Le planto algo y lo mando a prisión, eh? —preguntó mi padre con una furia helada.
Él era policía, operativo.
—¡No te atreverás! ¡No te atreverás! Tú mismo lo has destruido todo.

Mi madre se sentó en el sofá y se echó a llorar. Mi padre ya había juntado sus pocas pertenencias y se dirigía a la puerta. Yo estaba en el marco, entre el pasillo y el salón, dispuesto a tumbarme en el suelo para impedir que se fuera. ¿Qué tontería era esa? Siempre habíamos sido una familia unida. Mis padres nunca se peleaban, compartían los mismos chistes y reían juntos. Sí, mi padre trabajaba mucho, llegaba agotado, con ganas solo de dormir. Pero esos momentos en los que lográbamos estar juntos demostraban que todo iba bien. ¿Cómo pudo mi madre estropearlo todo? ¿Y de verdad mi padre no la perdonaría?
—Gumersindo, no te vayas —suplicó mi madre, apartando las manos del rostro—. ¡Perdóname! No te marches. Álvaro, ¡deja de espiar!
Pero yo no me moví. Me planté en medio. Con doce años, creí que podía evitar que destruyeran lo que para mí era una familia feliz.
—Álvaro, déjame pasar —ordenó mi padre con voz seria.
Ese tono solo lo usaba cuando hablaba por trabajo. No en casa. No con nosotros.

—¡No te vayas! —rogué.
—¡Déjame pasar!
La misma frialdad.
—Papá… ¿y yo qué?
Me apartó como a un mueble y salió del piso. Ahora entiendo que se marchó tan rápido para no hacer una locura. No solo por no golpear a mi madre en un arrebato, sino porque llevaba su arma reglamentaria. Sus ojos ardían de rabia; hizo bien en irse. Pero ese día, para mí, se convirtió en el hombre que me apartó como a una silla. Y mi madre, en la causante de aquella pesadilla.

Román, como era de esperar, fue un cobarde y también la abandonó. Mi madre quedó en una situación horrible: sin marido, sin amante, con un hijo que la culpaba. No fue fácil para ella, y encima yo…

Empecé a llegar tarde, me junté con mala compañía. Primero fueron pequeños robos, luego nos crecimos. Nos pillaron en el atraco a un pijo; no a todos. Su seguridad atrapó a dos, a mí y a Julián. Mi padre, que para entonces era jefe de operativos, apareció en la comisaría donde me retenían. Nuestro apellido, Cigüeña, era poco común, y mi segundo nombre no era Genaro, sino Gumersindo. Alguien lo conocía y le avisó.
—Sal —me espetó.
—Vete al infierno —mascullé.
Me arrastró fuera de la celda.
—¿Y Julián? —grité, forcejeando.
Me metió en el cuarto de interrogatorios y me dio un par de bofetadas. Limpiándome la sangre mezclada con lágrimas, el odio crecía.
—¿Cuántos años tienes?
—¿Qué? —no entendí.
—¿Quince?
Me dio risa.

—¡Felicidades! ¡No sabes la edad de tu hijo!
—¡Porque no eres mío! —me gritó—. Me casé con Martina embarazada. Pensé que sería una buena esposa. Pero siguió siendo… —soltó un taco— lo que siempre fue.
—¿Entonces quién es mi padre? —pregunté aturdido.
Me dio un pañuelo y una botella de agua; me sequé. Gumersindo se sentó frente a mí:
—Perdona por pegarte. Me has decepcionado. ¿Crees que no tengo mis propios problemas?
—Pues vete y ocúpate de ellos.
—Álvaro… legalmente eres mío. Y pago la manutención. Pero si sigues así, te repudiaré. Que te encierren, ¿qué me importa?
—¿Y ahora?
—¿Ahora qué?
—¿Ahora… no me encierran?
Negó con la cabeza.
—¿Y Julián?
—Él tiene su padre. Familia con dinero. Se arreglarán. Ocúpate de tu vida. ¿Os atrae la cárcel? ¿Os han untado con miel? Es el infierno, Álvaro. Peor para los menores.

No quería ir a prisión. Vivía con dolor, sin soportar ver a mi madre. Por eso… me distraía. Se lo confesé a Gumersindo.
—La decisión es tuya. O te enderezas —estudias, piensas en el futuro— o sigues el camino torcido, que suele acabar mal. Si no quieres la cárcel, cámbiate. Vete.
Me dirigí a la puerta. Su voz me detuvo:
—Y no culpes a tu madre. En un divorcio, ambos tienen la culpa. Lo que dije antes… fue en caliente. Olvídalo.
—Gumersindo… papá, os queréis. ¿No podríais reconciliaros? —pregunté sin esperanza.
—Olvídate de eso también, hijo.

Los chicos de mi pandilla no quisieron dejarme ir. Hubo peleas y moretones, pero me libré. A Julián lo salvaron con una condena condicional y volvió a lo mismo. Yo tomé mi decisión.

Perdoné a mi madre. Me esforcé. Quise preguntarle quién era mi verdadero padre, pero no lo hice. Tenía que ponerme al día con los estudios; había descuidado demasiado.

Logré recuperarme y envié solicitudes a varias academias de policía.
—¿Estás loco? —se quejó mi madre—. ¡No es vida! Acuérdate de tu padre.
Me acordaba mucho de él, pero no nos veíamos. Sin rencor, en silencio.

Tras graduarme como teniente, fui a verlo sin avisar. No quería nada, solo mostrarle que tomé el camino correcto.
Seguía siendo jefe de operativos. No ascendió más. Supongo que estaba conforme. Entré en su despacho.
—A sus órdenes, señor. Teniente Cigüeña. ¿Permiso?
—¿Álvaro? —preguntó, atónito.
Mi madre no le había dicho nada.
—Pero… pasa, cuéntame.

Hablamos una hora. Entre llamadas de trabajo, noté sus sienes canas y las arrugas. Aquel hombre, extraño y familiar a la vez, me miraba con los ojos húmedos. Se los secó. ¿Por qué lloraba?

Le conté mis logros y planes. Hablamos de fútbol y política. Era hora de irme.
—Bueno, papá, me voy.
Me levanté.

—Espera. ¿Adónde vas? No te vayas. —Se puso en pie—. Vente a mi departamento, ¿eh?
Lo pensé. ¿Quería trabajar bajo su mando? Sí. Quizá llevaba diez años echándolo de menos. Diez años, madre mía. Volví a sentarme.
—¿No te irás? —me miró.
—No. Siempre habrá tiempo para irse.

**Moraleja:** A veces, el perdón no reconstruye lo perdido, pero permite construir algo nuevo.

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MagistrUm
Una revelación impactante desata un escándalo en el hogar.