Un día en el que no duele, pero molesta

**Uno de esos días en los que no duele, pero molesta**

En la parada cerca del viejo mercado central de Valladolid, había una mujer. Fumaba un cigarrillo, protegiendo la llama del viento con la palma de la mano mientras con la otra apretaba con fuerza una bolsa de tela gris. La bolsa pesaba, no tanto por lo que llevaba dentro, sino por las preocupaciones que arrastraba. Se quedó al borde de la acera, como si ese metro cuadrado fuera el único trozo de estabilidad en un mundo borroso e incierto.

Se llamaba Lourdes. Tenía cuarenta y ocho años, aunque aparentaba menos. Su rostro delgado, de pómulos marcados, llevaba el pelo recogido en un moño descuidado. Sus ojos claros tenían un círculo azulado bajo los párpados, ese que no sale del insomnio, sino de la ausencia constante—de atención, de calor, de algo que rompiera la monotonía.

No estaba destrozada ni derrotada, solo cansada. Cansada de días idénticos, del timbre del despertador, de las frases vacías como “bien” o “lo de siempre” que usaba para esconder su verdadero estado. Cansada de noches que terminaban en silencio, sin preguntas, sin alguien al lado. Cansada de tener que recomponerse cada mañana simplemente para atravesar otro día igual.

Se despertó a las siete. La casa crujió cuando su hijo, Álvaro, se preparaba para el instituto. Lanzó un “hola” distraído y salió sin pasar por la cocina. Ella quedó unos minutos más en la cama, mirando el techo agrietado, antes de levantarse.

En el espejo, vio su rostro. Sin rabia, sin alegría, sin irritación. Solo un rostro. Bebió el café de pie, apoyada en la mesa, se puso la chaqueta, cogió la bolsa y salió. El día no empezaba, solo continuaba el anterior.

Hoy tenía que ir al centro—recoger un informe médico, pasar por el neurólogo y, si había suerte, comprarle una chaqueta nueva a Álvaro. La acera estaba resbaladiza y mojada. La gente pasaba a su lado sin mirarla, mientras ella apretaba la bolsa contra el cuerpo, como si fuera su único escudo. Por el camino, compró dos empanadillas de carne. Se comió una y guardó la otra en una servilleta para el hombre sin hogar que solía estar junto al paso subterráneo. Hoy no estaba. Dejó la empanadilla en el banco, por si alguien más la necesitaba.

En la consulta del médico había cola—cuatro señoras mayores hablaban animadamente de la tensión, de sus huertos y, por supuesto, de lo pequeño que era el despacho. Lourdes se sentó junto a la pared, hojeando las noticias en el móvil: explosiones, muertes, tragedias ajenas, sonrisas brillantes de vidas que no eran la suya. Cerró la pantalla. No porque le aburriera, sino porque ya ni siquiera le importaba.

El neurólogo habló de “trastornos vegetativos” y “necesidad de descanso”. Ella asentía como si escuchara, pero solo pensaba en un lugar donde poder tumbarse, dejar de fingir, dejar de ser fuerte. Solo desaparecer, aunque fuera un día.

Afuera, el frío se había intensificado. El viento se colaba por su cuello. Compró un café y lo bebió a sorbos cortos, como si fuera el último resquicio de calor. Se sentó en un banco del parque, con la bolsa contra la pierna y la respiración empañando la bufanda.

Un hombre se sentó a su lado. Aparentaba unos cincuenta años, con arrugas alrededor de los ojos y hombros cansados. Sin mirarla, dijo en voz baja:

—Hace frío. Y aun así, no tengo ganas de volver a casa.

No le sorprendió. Era como si él hubiera leído sus pensamientos. Hablaron. Del trabajo. De la comida. De lo extraña que se había vuelto la vida. Él era vigilante nocturno en un supermercado. Su mujer se había ido a vivir con su hija y, al parecer, no volvería. Las cartas llegaban cada vez menos. Él ni siquiera las abría.

Ella trabajaba en Correos. Vivía con su madre, que cada vez olvidaba más—nombres, fechas, incluso su propio reflejo. Por las noches, se levantaba buscando a su padre, muerto hacía cinco años. Hablaron con calma, casi como si hablaran del tiempo y no del dolor que llevaban dentro.

Quedaron en silencio. Bebieron café. El viento movía los faldones de su chaqueta. Luego, él se levantó y, casi con vergüenza, dijo:

—¿Le importa si la recuerdo?

—No. Solo que no me confunda con otra.

Sonrió por primera vez.

—No la confundiré. Solo quiero recordar que alguien más está ahí. No en el móvil ni en la tele, sino en el mundo real.

Se fue sin mirar atrás. Ella se quedó, observándole hasta que desapareció entre la gente.

Por la noche, Álvaro llegó a casa. Calentó la cena y le preguntó cómo le había ido el día. Él encogió los hombros, concentrado en el móvil. Pero de pronto, alzó la mirada:

—¿Y a ti? ¿Qué tal tu día?

El tenedor se detuvo en su mano. Esas cuatro palabras encendieron algo dentro de ella. Contestó despacio:

—Fue un día. Uno más.

Asintió y no apartó la vista de inmediato. Era poca cosa, pero en su mundo, donde los días eran réplicas exactas, eso significaba algo.

Esa noche, acostada en la oscuridad, pensó que quizá alguien recordaba ese banco, el café y el silencio en el que había cabida para una amabilidad inesperada.

Y con eso le bastó. No como un milagro, sino como un ancla. Para levantarse al día siguiente y seguir adelante, uno de tantos días.

Rate article
MagistrUm
Un día en el que no duele, pero molesta