Hoy no puedo dejar de pensar en ese día. Todo empezó con un mal presentimiento…
“Álex, ¿y si no vas a este viaje? Tengo el corazón intranquilo… Pídele a alguien que te sustituya, por favor,” murmuré, intentando ocultar el temblor en mi voz.
Pero mi marido, como siempre, fue práctico. “Este viaje paga bien. Y el bebé llegará pronto, Oli. Sabes que cada euro cuenta ahora,” respondió, abrazándome con fuerza y besando la cabeza de nuestras hijas, las gemelas Lucía y Marta.
Asentí en silencio. La razón me decía que tenía razón, pero el corazón se me partía. Lo despedí con la mirada mientras susurraba, ahogando las lágrimas: “Vuelve pronto… Te esperaremos.”
La puerta se cerró tras él. Respiré hondo, reuní fuerzas y seguí con la rutina: darles de comer a las niñas, salir al parque. El día transcurrió en calma, como si ellas también sintieran que algo no iba bien.
Cada noche a las diez, como habíamos acordado, hablábamos por teléfono. Le contaba cómo las niñas lo extrañaban, cómo yo seguía cosiendo encargos pequeños para ayudar. Él reía al otro lado de la línea y prometía: “Mañana estaré en casa, gatita.”
Pero nunca regresó.
En el camino de vuelta, su camión chocó contra otro que invadió el carril contrario. Todo ocurrió en un instante. Ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Murió en el acto.
Esa misma noche sonó el teléfono. Lo atendí como en un sueño, y mi mundo se derrumbó.
Titubeando, fui a casa de nuestra vecina, la tía Carmen. Le pedí que cuidara de las niñas. Yo misma me desplomé en su puerta. Los médicos actuaron rápido: cesárea de urgencia, una operación complicada.
Mi niño nació frágil, prematuro. Le faltaba la fuerza de su padre, y a mí, el apoyo de mi marido.
Lo llamé como él: Alejandro. Al salir del hospital, conté el dinero que nos quedaba. Solo alcanzaría para un par de meses. Después… ya veríamos.
La vida se convirtió en supervivencia. La tía Carmen nos ayudó en lo que pudo. Sin familia cerca, volví a coser, primero para los vecinos, luego para clientas que llegaban por recomendación.
Las niñas pasaron a segundo de primaria, y el pequeño Álex empezó la guardería. Eran mi esperanza, mi razón para seguir. Pero…
Las quería con toda el alma. A él… no, no lo odiaba, pero cada vez que lo miraba, el dolor me ahogaba. Se parecía más a su padre cada día, y yo no podía evitar pensar: “Si lo hubiera detenido, si no lo hubiera dejado ir…”
Era un niño callado, amable, atento. Leía, ayudaba en casa, nunca se quejaba.
A las niñas les compraba vestidos nuevos, les hacía ropa para sus muñecas. A él, solo le remendaba la ropa vieja.
“Pobre criatura… Huérfano con madre viva,” susurraba a menudo la tía Carmen, viéndolo lavar los platos o recoger los juguetes de sus hermanas.
Los años pasaron. Mis hijas crecieron, se casaron, se fueron. Solo quedó Álex conmigo.
Terminó la formación profesional y consiguió trabajo como técnico en una fábrica de dulces aquí, en Valladolid. Yo, mientras tanto, empecé a perder la vista—noches sin dormir, nervios destrozados, años de soledad.
Álex me cuidó como pudo. Cocionaba, lavaba, me llevaba de la mano por el parque. Yo, cada vez más débil, le susurraba: “Perdóname, hijo… No merezco tu cariño. Vive tu vida, eres joven…”
Él solo sonreía. “Todo llegará, mamá. Llegará la esposa, los hijos. Aún tendrás nietos que mimar.”
Y un día, llegó ella. Humilde, tímida… Raquel.
“Mamá, Raquel vivirá con nosotras. No tiene a nadie. Es huérfana,” me explicó mi hijo con voz suave.
Tres meses después, se casaron. Durante la boda, vinieron mis hijas, los nietos, los yernos… Toda la familia reunida. Yo sonreía, aunque el dolor ya no me abandonaba.
El diagnóstico fue claro: cáncer. Sabía que me quedaba poco, y lo acepté.
Pero la vida me dio un último regalo: pude conocer a mi primer nieto.
Me fui en paz, con una sonrisa, agarrada de la mano de aquel a quien, durante tanto tiempo, no supe amar como merecía.
El hijo menor… el único… el más querido…