Secretos que desintegraron una familia

**Secretos que Destrozaron una Familia**

Había preparado unos sándwiches y hervido agua para el té mientras esperaba en la cocina de su piso en las afueras de Bilbao. Sonó el timbre.

—¡Gracias por venir! —exclamó Lucía al abrir la puerta y ver a su suegra, Carmen.

—¿Tan urgente era? ¿De qué querías hablar? —preguntó la mujer con desconfianza.

—Pase a la cocina, tengo una sorpresa para usted —sonrió Lucía, ocultando el nerviosismo.

Carmen la siguió con paso lento.

—Bueno, ¿cuál es la sorpresa? —repitió mientras se sentaba.

—Mire esto —Lucía deslizó un papel frente a ella.

Su suegra leyó las líneas y palideció.

Lucía se encerró en el dormitorio, tapándose los oídos, pero la voz aguda de Carmen atravesaba las paredes. Cada palabra arañaba su alma como un cuchillo oxidado, vaciándola de esperanza, dejando solo dolor.

Hacía tiempo que había aceptado que con su suegra jamás habría entendimiento. Pero, ¿por qué Marcos no la defendía? ¿Realmente no veía cómo su madre humillaba a su esposa? Lo amaba, pero su silencio le rompía el corazón. ¿Qué les pasaba a ellos?

Carmen sabía presionar. Su pasatiempo favorito era recriminarle a Lucía por no darle nietos. Tres años de matrimonio y nada. Y, claro, la culpa era de ella— ¿quién más? ¡Jamás de su querido hijo!

Desde el primer día, Carmen rechazó a su nuera. Incluso antes de conocerla, decidió que su Marcos merecía algo mejor. Cuando él la llevó a casa—ya sin el padre—su mirada lo dijo todo: labios apretados, tono frío, ni una sonrisa.

Pero Lucía estaba demasiado enamorada para ver esas “pequeñeces”. Todos saben que no hay suegras perfectas. Además, vivían separadas, en el acogedor piso de él en el centro. La boda fue modesta, pero feliz. Lucía y Marcos, ambos mayores de treinta, tomaron la decisión con seriedad. Eran atractivos, exitosos, compartían gustos. Su vida parecía de ensueño.

Decidieron no esperar para tener hijos—Lucía ya rozaba los treinta. Pero el tiempo pasaba y el embarazo no llegaba. Para ellos no era una tragedia, pero Carmen no toleraba la espera.

—¿Controlas tu ciclo? —preguntaba en cada visita—. ¡Hay que ser más cuidadosa!

A Lucía le repelía esa grosería. Educada en una familia culta, le hervía la sangre ante la falta de tacto. Quería ponerla en su lugar, pero amaba a Marcos, y él adoraba a su madre. Lastimarla sería herirlo a él, así que aguantaba.

—¡No pongas esa cara! ¡Es por vuestro bien! —continuaba Carmen—. Casi lo olvido: concerté cita con un médico, iréis esta semana. Y toma —le entregó una bolsa de hierbas—. Haz infusiones de salvia. ¡Ayudará!

Lucía las tomó, visitó médicos, se hizo pruebas. El diagnóstico siempre fue el mismo: estaba sana. “Dios no lo ha permitido aún”, decían. Pero su suegra, atea convencida, no aceptaba excusas. Quería nietos—todas sus amigas los tenían, y la envidia la consumía.

—El sábado vamos a una echadora de cartas, ya pagué el adelanto —anunció un día.

—Mamá, ¿para qué? —protestó Marcos—. ¿Acaso va a conjurarnos un bebé?

—¡No te burles! Hay que intentar todo antes de arrepentirse.

Fueron. La mujer repartió las cartas y les entregó un frasquito: “Tres gotas antes del amanecer”. Pero no hubo milagro. Entonces Carmen perdió el control.

—Una mujer debe dar hijos. ¡Y tú no puedes! —le escupió a Lucía.

—Abuela, ya no aguanto más —confesó Lucía cuando su abuela vino de visita.

—¿Qué quiere? —preguntó la anciana.

—Dice que no puedo darle nietos.

—¿Y puedes?

—¡Claro!

—¿Y tu Marcos?

Lucía se quedó helada. Nunca se le había ocurrido que él no se hubiera hecho pruebas. Era obvio, pero el tono de Carmen la había cegado.

—¡En nuestra familia nunca hubo hombres enfermos! ¡Mucho menos estériles! —gritaba Carmen.

—Marcos, ¿por qué no te haces análisis? —rogó Lucía esa noche en la cama.

—¿Para qué? ¡Yo estoy bien!

—¡Yo también! Pero tu madre me culpa a mí. Si te los haces y todo está bien, dejará de insistir. No le digas nada—será una sorpresa.

A regañadientes, él aceptó. Quería demostrarle a su madre que estaba equivocada.

Los resultados los dejaron en shock. Los espermatozoides de Marcos tenían solo un 10% de actividad—lo normal es más del 58%. La movilidad era inferior al 8%—el mínimo es 32%. Pocos y lentos. La causa: secuelas de una enfermedad infantil que él desconocía.

Lucía entró en la cocina, donde Marcos servía el té a su madre, y dejó los resultados frente a Carmen.

—Aquí tiene su sorpresa —dijo, mirándola fijamente—. No diga que no lo sabía.

Por su mirada perdida, Lucía lo entendió: Carmen lo sabía, pero prefirió años de humillaciones. ¿Por qué? ¿Malicia? ¿Aburrimiento? Marcos callaba, protegiéndola, cuando debió haberla parado.

Él hojeaba el papel, desconcertado.

—Entonces… ¿no tendremos hijos? —musitó.

—Tú no. Yo sí podré, cuando quiera —respondió Lucía con frialdad—. Tu madre tiene razón: necesitas a otra. Me voy. De ti y de ella.

La victoria no le dio alegría, solo amargura y arrepentimiento por los años perdidos. El amor se había marchitado como las tomateras que nunca dieron fruto. Ella no era estéril, pero su matrimonio con Marcos sí lo había sido.

Hizo las maletas mientras ellos seguían en la cocina, aturdidos. Su “inocente” secreto los había destruido. Lucía se marchó, dejando atrás un matrimonio roto.

Mientras caminaba por las calles empedradas de Bilbao, pensó: si algún día tuviera un hijo, cuidaría su salud. Y nunca sería una suegra como Carmen.

Rate article
MagistrUm
Secretos que desintegraron una familia