Traición en el nuevo hogar

**Traición en el nuevo hogar**

Hace ya algunos años, Alejandro y Martina se casaron y se mudaron a un piso en las afueras de Sevilla. La felicidad los inundaba mientras amueblaban su hogar, creaban un refugio lleno de amor y soñaban con el futuro. Pero seis meses después, llegaron a visitarlos los padres de Alejandro. Al principio, parecieron sorprendidos por la presencia de Martina, y durante la cena, tras un par de copas de vino, estalló el escándalo.

—¿Para qué has traído a esta mocosa? —espetó la suegra con desdén.
—¿Cómo que mocosa? ¡Soy su esposa! —replicó Martina, sintiendo cómo el calor del enojo le subía al rostro.
—¿Esposa? —soltó una carcajada fría, llena de menosprecio—. ¿Qué clase de esposa eres? ¡No me hagas reír! Alejandro ya tiene mujer y dos hijos. ¡Mis nietos! ¿Y tú? ¿Qué buscas? ¿Querías quedarte con su piso?

Martina miró a Alejandro con desesperación, pero él bajó la mirada y murmuró:
—Vete a casa de tu madre. Yo lo arreglaré. Mañana les digo que se vayan.

Cuando Martina cumplió dieciocho, su madre empezó a hablarle de matrimonio. No la apuraba, pero le preocupaba verla siempre encerrada con sus libros. No era una joven retraída: en el instituto y la universidad fue una alumna destacada, pero rechazaba a los pretendientes. Prefería perderse en las páginas de una novela antes que salir con alguien. Su madre temía que acabaría sola.

Martina terminó sus estudios y encontró trabajo como administradora, pero su rutina seguía igual: de casa al trabajo y del trabajo a casa. Entonces, sus padres decidieron que era hora de que viviera por su cuenta. Tenían un piso de tres habitaciones en un edificio antiguo, que alquilaban desde hacía años. Tras reformarlo, le entregaron las llaves, dejándole claro que debía marcharse.

Se sintió traicionada. ¿Cómo podían echarla así? Pero la vida la obligó a adaptarse. No le gustaba limpiar tanto espacio ni ir de compras, hasta que apareció Alejandro. Él se ocupó de las tareas del hogar y, con eso, conquistó su corazón.

Cuando lo presentó a sus padres, su madre frunció el ceño. Habría querido un yerno con estudios y propiedades. Alejandro era mecánico y vivía en una habitación alquilada cerca del taller. Su padre, más prudente, dijo:
—El tiempo dirá.

Pero Alejandro la amaba, y eso bastaba. La boda fue íntima, con solo sus padres como testigos. Los progenitores de él, de un pueblo remoto, no asistieron. Pensaron en visitarlos, pero siempre surgía algo que lo impedía.

Un año después, hablaron de tener hijos. Alejandro sugirió vender el piso sin ascensor y comprar uno nuevo, aunque estuviera lejos del centro.
—¿Cómo subirás con un bebé y un carrito hasta el quinto piso? —argumentó.

Martina accedió, aunque su madre se opuso. El día de firmar la compra, Alejandro enfermó de apendicitis. Martina tuvo que ocuparse de todo y llevó consigo a su madre, acostumbrada a que otros decidieran por ella.

Cuando Alejandro salió del hospital, ya estaban instalados en su nuevo hogar. Decoraron con ilusión, colgaron cortinas, ordenaron los muebles. La vida parecía perfecta… hasta que llegaron sus padres.

Durante la cena, su suegra la atacó sin piedad. Martina, aturdida, apenas podía creer lo que oía. Alejandro no la defendió. Solo le pidió que se fuera. Recogió sus cosas y partió hacia casa de su madre, con el corazón destrozado por el dolor y la humillación.

Al día siguiente, regresó. Sus suegros ya no estaban y el piso relucía impecable.
—¿Qué quiso decir tu madre ayer? —preguntó Martina, conteniendo las lágrimas.
—Bah, no le des importancia. Tuve una relación antes, tuve dos hijos, pero ahora estoy contigo —dijo él con indiferencia.
—¡Me engañaste! ¡Es una traición! —gritó ella—. ¡No puedo vivir con un mentiroso!
—¿No puedes? Pues vete. El piso quedará a mi nombre. Si me denuncias, te pagaré tu parte gota a gota —respondió él con una mueca.
—Tú serás el que se vaya —replicó Martina con frialdad—. Mi madre insistió en que el piso estuviera solo a mi nombre. Algo debió intuir…

Martina se quedó sola entre aquellas paredes amplias. Por las noches, volvió a refugiarse en sus libros, pero ya no la consolaban. El dolor de la traición quemaba. Había amado a Alejandro, confiado en él, y él le ocultó otra familia.

Su madre venía a verla y la reconfortaba:
—Hija, ya te dije que no era hombre para ti. Pero no estás sola, aquí estoy yo.

Martina asentía, pero solo sentía vacío. No inició el divorcio: que él diera el paso. El piso, comprado por sus padres, era ahora su fortaleza, pero también un recordatorio de sus ilusiones rotas. Alejandro la llamaba, pedía perdón, pero ella no respondía.

A veces, al pasar las páginas de un libro, imaginaba cómo habría sido su vida sin aquella mentira. Pero la realidad era cruel: seguía sola, con sus novelas y un corazón hecho añicos.

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