«¿Este es mi regalo de boda?» exclamé al verlo.

«¡Esto es mi regalo de boda para vosotros!» exclamé, atónita, al visitar a mi hijo y mi nuera un año después de la boda. No podía creer lo que veía: mi obsequio estaba en un estado lamentable. Todo comenzó con la ilusión de sorprenderles, pero terminó siendo una lección que jamás olvidaré.

**Un regalo con el alma**
Cuando mi hijo Javier anunció que se casaba con Lucía, salté de alegría. Ella me cayó bien desde el principio: dulce, hacendosa, de mirada cálida. Quise obsequiarles algo especial, aunque mi pensión de maestra no daba para mucho. Tras pensarlo, elegí una lavadora de última gama, de esas que ahorran agua y tienen mil programas. La compré con los ahorros de años, renunciando a caprichos. En la boda, les entregué los documentos y las llaves —ya instalada en su piso de Madrid—. Se abrazaron a mí, emocionados. Yo rebosaba felicidad.

**La visita**
Tras la boda, nos veíamos poco. Vivían en Toledo, a tres horas en tren. Tenían su vida, y yo no quise ser entrometida. Hablábamos por teléfono, y a veces venían a Salamanca por Navidad. Pero no pisé su casa hasta ese día, llevando empanadas y mermelada casera.

Al entrar, todo parecía ordenado: cortinas limpias, macetas floreciendo. Hasta que entré al lavadero. Allí, entre telarañas, estaba mi regalo: la lavadora, llena de arañazos, abandonada en un rincón. Junto a ella, una nueva relucía. «¿Qué pasó con la que os regalé?», pregunté. Lucía torció el gesto: «Es que… hacía mucho ruido. Nos compramos otra, y esta… bueno, la dejamos por si acaso».

**El despertar**
Sentí un puñal en el pecho. «¡Esto es mi regalo de boda!», repetí, temblando. Javier intentó calmar las aguas: «Mamá, la usamos a veces…». Pero yo veía el polvo acumulado, el cable enredado como un recuerdo olvidado.

Les expliqué, voz quebrada, cómo había renunciado a viajes, a zapatos nuevos, por aquella máquina. Lucía balbuceó excusas: «No quisimos ofenderte…». Javier mencionó llevarla a la casita del pueblo. ¡Como si fuera trastajo viejo!

**La lección**
Regresé a casa con el corazón en trozos. Entendía que era su derecho, pero me dolió el desprecio. Ahora evito el tema para no romper la paz. Siguen llamando, visitando, como si nada. Pero juré no volver a dar regalos caros. Prefiero gastar en mí, quizá en ese viaje a Mallorca que tanto anhelo.

Si habéis pasado por algo igual, decidme: ¿hablo con ellos de nuevo, o lo dejo correr? Necesito consejo.

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MagistrUm
«¿Este es mi regalo de boda?» exclamé al verlo.