Una sartén para dos

Una sartén para dos

A veces la gente deja de discutir. Y no es por reconciliación. Es por el final. Nicolás e Irene vivieron juntos veinte años. No era una eternidad, pero tampoco dos días. Primero, el amor; luego, los hijos; después, las preocupaciones sin fin. Y al final, el cansancio. De sí mismos, del otro.

Al principio aún lo intentaban. Discutían, se reconciliaban, daban portazos, trataban de entenderse, perdonarse, volver. Pero luego llegó el silencio. Un silencio denso, impenetrable. Dejaron de dormir en la misma cama. Se repartieron las habitaciones. No eran enemigos, pero ya no eran familia. Solo dos personas que compartían, por casualidad, el mismo piso. Y lo peor: empezaron a comer por separado. Él, su comida. Ella, la suya. Sus estantes, sus platos. Sus vidas. Ese era el final. El que no se anuncia.

Nadie hablaba de divorcio. ¿Para qué? Todo estaba claro. Nicolás conoció a una mujer en el balneario. Empezó a ir solo, sin Irene. La mujer, Olga, era atenta, tranquila, paciente. Le escribía cartas, le preguntaba cómo estaba, compartía recetas. Irene no conoció a nadie. Su soledad era callada y tensa, como un nudo. Pero no se quejaba. Solo vivía. Como si esperara que pasara.

La mañana era como cualquier otra. La cocina bañada en luz amarilla, el olor a aceite barato en el aire. Irene estaba frente a la cocina. Sobre el fuego, una sartén diminuta. Y en ella, un huevito. No una tortilla. No el desayuno para dos. Solo un huevito. Pequeño, como la sartén. Pequeño, como ella misma. Llevaba una bata vieja, el pelo encrespado de un mal peinado. Sostenía la espátula sin mirar la sartén. Solo estaba allí.

Nicolás entró en la cocina. En silencio. Puso la tetera, iba a servirse té. Todo estaba decidido. Se iría. Pronto. Solo faltaba recoger sus cosas. Pero en ese momento, ella se giró. Lo miró con una culpa tan frágil que casi tropieza.

—¿Quieres huevito? —preguntó en voz baja, alargando la sartén diminuta.

Fue como chocar contra un muro. Todo volvió. La residencia de estudiantes. Un solo colchón. Un vaso. Un tenedor para los dos. Y la misma chica con bata, solo que entonces reía, desafiante, con un flequillo de potro. Guiñaba un ojo y decía: «Hasta el huevito es nuestro».

Dejó la sartén. La abrazó. La apretó contra sí, como la primera vez. Y empezó a hablar. Atropelladamente, con torpeza. Que había sido un idiota. Que se había perdido. Que olvidó que ella era suya. Que todo lo que parecía gris, en realidad importaba. Quizá lloró. Ella no lo vio —era pequeña, y él, alto—.

En la cocina seguía el huevito. La yema, como un botón dorado. Una señal. Una salvación.

Después, él se quedó. Empezaron a comer juntos. Callaban por las noches. Luego, a hablar. Poco. Con cuidado. Y mucho después, a reír.

El amor no siempre es ruidoso. A veces vive en el silencio. En una sartén. En una pregunta: «¿Quieres huevito?». Porque si te lo ofrecen, es que aún te necesitan.

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