Hace poco fue el cumpleaños de mi nieto —cumplió diez años, una cifra redonda—. Yo ya tenía escogido el regalo perfecto para la ocasión: una caja enorme con un juego de construcciones que llevaba meses deseando. El día señalado, me arreglé, me puse mi mejor vestido y me fui para su casa. Al llegar, toqué el timbre y al instante se oyeron pasitos corriendo por dentro.
—Pasa a la cocina, mamá —me dijo mi hija al abrir la puerta. Su voz sonaba cariñosa, pero con un dejo de cansancio, como si llevara todo el día organizando la fiesta—. ¿Te acuerdas cómo se llama nuestro cumpleañero?
Sonreí al cruzar el umbral. ¡Claro que me acordaba de que mi nieto se llamaba Pablo! Pero en vez de contestar, solo asentí, sosteniendo el regalo envuelto en papel brillante. En la cocina ya estaba todo preparado: platos de colores, servilletas con dibujos de sus personajes favoritos y una tarta enorme con diez velas esperando su momento. Pablo estaba sentado a la cabecera de la mesa, radiante de felicidad. Sus amigos, otros chavales de su edad, charlaban a gritos, interrumpiéndose unos a otros.
—¡Abuela, eres tú! —exclamó al verme. Se acercó corriendo, me abrazó y luego miró con curiosidad la caja que llevaba—. ¿Eso es para mí?
—Claro que sí, cariño —le dije, entregándoselo—. ¡Ábrelo, no te hagas de rogar!
El niño rompió el papel con entusiasmo y sus ojos se iluminaron al ver las piezas del juego. Los demás niños se arremolinaron a su alrededor, discutiendo qué podrían construir juntos. Yo los observaba, sintiendo cómo el corazón se me llenaba de ternura. No hay nada como ver la alegría de un niño, sobre todo en un día tan especial.
Mi hija, a quien suelo llamar Lucía en mis pensamientos, se acercó y me susurró:
—Gracias, mamá. Siempre sabes cómo hacerle feliz.
Me encogí de hombros, como si fuera algo obvio, pero la verdad es que le había dado muchas vueltas al regalo. Diez años ya no es una fiesta infantil cualquiera; a esa edad empiezan a sentirse casi mayores. Quería que el regalo no fuera un juguete cualquiera, sino algo que recordaría con cariño.
La fiesta siguió entre risas y juegos hasta que llegó el momento de soplar las velas. Pablo cerró los ojos, pidió un deseo y de un soplido apagó las diez velitas. Todos aplaudieron mientras Lucía cortaba la tarta y repartía trozos. Yo me quedé un poco aparte, mirando ese jaleo tan bonito y pensando en cómo pasa el tiempo. Parece que fue ayer cuando Pablo era un bebé en brazos, y ahora ya tiene sus propias aficiones y sueños.
Cuando terminaron la tarta y los niños salieron a jugar, Lucía se sentó a mi lado. Hablamos de cómo cambian las cosas, de lo rápido que crecen. Me contó que Pablo se había apuntado a un taller de robótica y que estaba fascinado construyendo maquetas. Me alegré mucho de que mi regalo le viniera como anillo al dedo.
—Sabes, mamá —me dijo Lucía—, llevaba días esperando este cumple. Y que vinieras hoy ha sido el mejor detalle.
Yo sonreí, pero por dentro pensaba que era yo quien debía agradecerles estos momentos. Ser abuela es una suerte enorme. Ya no tienes la responsabilidad de criar, pero puedes dar todo el cariño, el apoyo y, cómo no, algún que otro mimo.
Al caer la tarde, cuando los invitados empezaron a irse, Pablo se me acercó corriendo con una nave espacial que había montado. Me la enseñó orgulloso, explicándome que construiría toda una flota. Yo lo escuché, admiré su obra y pensé que este cumpleaños quedaría grabado en nuestra memoria para siempre.
Al marcharme, me sentí ligera y contenta. Diez años son solo el principio. A Pablo le quedan mil aventuras por vivir, y yo espero estar ahí para verlo crecer y hacerse mayor. Pero de momento, me basta con haberle regalado un poquito de magia en su día especial.