**No te dejaré ir**
Cuando Leticia vendió su piso en Madrid y se mudó a un pequeño pueblo de Castilla, donde compró una casita humilde, nadie entendió por qué lo hacía. Pero con el tiempo, se convirtió en una más. La llamaban cariñosamente Leti. En su nuevo hogar, adoptó a un gato anaranjado llamado Simón, que al principio miraba el pueblo con recelo, como si no creyera haber dejado atrás el ruido de la ciudad. Poco a poco, se acostumbró: al porche, al jardín, incluso a las hortalizas.
Su vecina, Isabel, que vivía al otro lado de la calle, la acogió como una hermana. La ayudaba en la huerta, le traía plantones y compartía sus conservas. Pasaban tardes enteras tomando café, intercambiando recetas o tejiendo al son de rancheras. La vida fluía tranquila y cálida.
Pero todo cambió el día que su hijo, Alejandro, la llamó.
—Mamá, Laura está embarazada. Carmen y yo nos vamos a Holanda por un contrato de dos años. Laura se quedará sola… Necesitamos que vengas. Vuelve al piso.
Leticia se quedó sin voz. ¿Su nieta… embarazada? ¿La llamaban de vuelta a aquel piso del que había escapado para vivir, por fin, para sí misma? Intentó negarse:
—Hijo, ¿qué ayuda voy a ser? Tengo la tensión alta, ya paso de los sesenta…
—Mamá, estarás en tu propia casa. Solo que Laura necesita apoyo. No te obligamos… pero piensa en ello.
Leticia lo pensó. Fue a Madrid. Y regresó destrozada. Su nieta, efectivamente, estaba casada y esperaba un bebé. El piso estaba descuidado. Agotada, llamó a una ambulancia—le había subido la tensión. En ese momento, supo que no resistiría ese ritmo. Ya no era para ella.
Isabel lo entendió al instante. Cuando, al día siguiente, Leticia volvió al pueblo por sus cosas y confesó que había vendido la casa y se iba para siempre, una chispa encendió la mirada de Isabel.
—No te dejaré ir, ¿me oyes? —susurró, abrazándola con fuerza—. No te irás a ninguna parte.
—Pero qué dices… —musitó Leticia, alarmada—. No juegues así.
Isabel corrió hacia el taxi, le dio unos billetes al conductor y le dijo algo. El coche dio media vuelta y se marchó, levantando polvo en el camino.
—¡Isabel, ¿qué haces?! ¡Me están esperando! —exclamó Leticia, incrédula.
—Escúchame. No soy tu familia, pero en quince años nos hemos vuelto más cercanas que nadie. ¿Dónde estaban ellos cuando te adaptabas aquí? ¿Cuando plantabas patatas o cavabas la tierra? Ahora les conviene que vuelvas a cocinar y cuidar niños.
—Pero son mi sangre… —balbuceó Leticia.
—¿Y tú de quién eres? ¿Vas a pasar el resto de tu vida sirviendo a una familia joven? Tienes derecho a ser feliz. Aunque sea jubilada. ¿Los médicos? Aquí también los hay. Y cuando quieras, vas a Madrid de visita.
Leticia guardó silencio. Finalmente, murmuró:
—Mi casa ya no es mía… Firmaron los papeles.
—Qué más da. Mi jardín es tan tuyo como mío. Quédate conmigo. Ya veremos qué pasa.
Y Leticia se quedó. Alejandro y Carmen se fueron. Laura tuvo un niño. Todo marchaba bien. Leticia los visitaba, y ellos volvían al pueblo, alojándose en casa de Isabel. Hasta que algo inesperado ocurrió: la familia que compró su antigua casa se mudó a Barcelona y le propuso a Leticia cuidar de la propiedad.
Así empezó un nuevo capítulo. En otoño, con Isabel. En primavera, en su viejo hogar. Cuando el hijo de Laura creció, Leticia viajaba más a Madrid.
Hasta que un verano, Laura apareció en el pueblo con unos papeles en la mano.
—Abuela, esto es tuyo. Tu casa. La hemos comprado.
—¿Qué? —Leticia no lo creía—. Pero… los nuevos dueños…
—Se fueron. Lo arreglamos todo. Legalmente está a mi nombre, pero es tuya. Porque tú lo eres todo para mí.
Las lágrimas rodaron por las mejillas de Leticia. A su lado, Isabel, con la voz temblorosa, dijo:
—Sabía que te preparaba una sorpresa. No me ofendo. Es justo.
Laura abrazó a su abuela:
—No te dijimos nada… Queríamos sorprenderte. Y adivina qué: pronto tendrás una bisnieta. Así que necesitarás otra vez tu huerto, tus frutales y ese banco bajo el manzano.
—Pues vamos a mudar las cosas —rió Leticia entre lágrimas—. Hoy es un día de fiesta…
Y el pequeño Mateo, que chapoteaba con una regadera entre las flores, no dudaba: la felicidad era tener a todos juntos. Que su abuela tuviera de nuevo su casa… y su vida.