Aún por Vivir: El Regreso del Tiempo

**Diario de una nueva vida**

Esa tarde de noviembre, fría y húmeda, en el pequeño pueblo de Ribera, Alejandro se detuvo frente al escaparate de una antigua relojería. El olor a hojas mojadas lo envolvió mientras observaba los relojes de mecanismos finos y esferas desgastadas, que susurraban historias pasadas. Le recordaron a su abuelo, a esos días de niño en los que pasaba horas mirando engranajes bajo la lupa. Las manecillas avanzaban despacio, y de pronto lo entendió: no quería apresurarse. No ahora. No hacia ese final que sellaría dieciocho años de su vida. Por dentro, todo estaba decidido, pero afuera solo había lluvia gris, charcos y un frío que calaba el corazón.

Llegó al juzgado con quince minutos de retraso. Carla, su casi exmujer, estaba sentada junto a la ventana, las manos sobre una carpeta de documentos. Su rostro era sereno, pero sus dedos, jugueteando con el borde de un papel, delataban tensión. No lo miró, ni parecía molesta; solo esperaba, como si aquello no fuera el final, sino una reunión de negocios. Alejandro recordó cuando montaban muebles juntos en su primer piso, riendo y discutiendo, tomando café en el suelo. El recuerdo le pinchó como un cristal roto, y lo tragó sin palabras.

La jueza fue rápida, como el viento que golpeaba las ventanas. Preguntas, firmas, sellos. Todo en diez minutos. Como si dieciocho años —vacaciones, peleas, noches bajo una manta vieja— cupieran en un puñado de trámites.

Al salir, Carla le dijo:

—No olvides firmar los papeles ante notario. Hoy.

Alejandro asintió. Quiso decir «perdón», pero no supo por qué. Quiso decir «gracias», pero no encontró motivos. En lugar de eso, murmuró:

—Estás… preciosa.

Ella lo miró como a un desconocido y se fue. Sus pasos se perdieron en el sonido de la lluvia, y su perfume quedó flotando, un fantasma del pasado.

Se quedó parado en el pasillo vacío. Puertas que se cerraban, toses, voces al teléfono. Y él pensó: «¿Es el fin? ¿O el comienzo?»

En vez de ir a casa, fue al taller de su abuelo, en el rincón más antiguo de Ribera, donde el tiempo parecía detenido. La habitación olía a aceite y polvo, con estanterías llenas de frascos de tornillos y un cartel descolorido sobre relojería. La llave seguía en su cartera, en ese bolsillo gastado. Abrió la puerta, encendió la luz. La lámparita parpadeó antes de iluminar todo con su tono amarillento, el mismo que le cansaba los ojos de niño.

El reloj de pared marcaba el compás de su vida. Se sentó ante la mesa vieja, pasando los dedos por la madera áspera, sintiendo cada muesca. Sus manos temblaban, no de miedo, sino porque de pronto tenían propósito otra vez. Sacó del cajón un reloj que nunca terminó de arreglar años atrás. Lo desarmó, colocó las piezas sobre un paño y respiró hondo. Lo reconstruyó. Le dio cuerda. Tic. Otro tic. Y entonces, el tiempo susurró: «Sigo aquí».

Al día siguiente volvió. Y al otro. Tres semanas después, cambió el letrero: «Taller abierto». El papel estaba torpemente pegado con cinta, pero resistía, como si supiera que ese era su sitio.

La gente empezó a llegar. Señoras con relojes antiguos y miradas expectantes. Hombres con mecanismos caros, desconcertados como si el tiempo roto hubiera desordenado sus vidas. Jóvenes con ideas curiosas: «¿Puede brillar la esfera?». Alejandro asentía, cogía aquellos tesoros y los arreglaba. Escuchaba. A veces, hablaban no de relojes, sino de rupturas, pérdidas, cosas rotas por dentro. Y él, colocando un tornillo, devolvía el movimiento.

Un día llegó una chica. Frágil, pelo castaño, sonrisa ligera. Se llamaba Lucía. Traía el reloj de su padre, arañado, parado. Lo miró con duda, como si temiera que ya no tuviera remedio.

—¿Puede arreglarlo? —preguntó en voz baja.

Él asintió. Trabajó despacio, como si escuchara no solo al mecanismo, sino también su silencio triste.

Un mes después, Lucía volvió. Sin reloj, pero con té caliente y un pastel casero. Regresó otra vez, sin motivo. Hasta que un día, mientras ordenaban una caja de tornillos, dijo:

—No solo arreglas relojes. Reconstruyes a la gente. Sin que se note.

Alejandro sonrió, no por cortesía, sino porque no podía evitarlo. Su corazón, helado desde aquel día gris en el juzgado, empezaba a descongelarse.

Un año más tarde, el reloj de Lucía marcaba el tiempo en su piso compartido. Junto a libros, un ramo de margaritas secas y una foto de su paseo junto al río. Alejandro seguía llegando tarde: al mercado, al tren, a las cenas, a esa vida nueva que ahora sentía cálida y viva.

Cuando Lucía preguntaba: «¿Dónde estabas?», él respondía:

—Donde el tiempo revive. Donde no se pierde, sino que se encuentra.

Y bastaba. Porque el tiempo ya no solo latía en los relojes. Caminaba a su lado, en sus risas, en sus pasos, en el camino que compartían.

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Aún por Vivir: El Regreso del Tiempo