“Yo sé la verdad sobre ti”: cómo las mentiras destruyen la infancia y se curan con amor
Isabel ya se disponía a acostarse cuando desde el cuarto de su hijo escuchó unos sollozos ahogados. Se sobresaltó y corrió hacia su habitación.
—Cariño, ¿qué te pasa? —Se sentó al borde de la cama y le posó una mano en el hombro.
Marcos se apartó bruscamente, hundió la cara en la almohada y murmuró con voz apagada:
—Vete. No quiero verte.
A Isabel le dio un vuelco el corazón.
—¿Qué dices, Marcos? ¿Por qué?
—Porque tú… ¡eres mala! —El niño se incorporó, con los ojos llenos de lágrimas. —¡Papá me lo ha contado todo! ¡Yo sé la verdad sobre ti!
Recordó cómo empezó todo, con esa frase que Javier repetía en cada discusión:
—Si eres tan lista, ¡pide el divorcio!
Y cada vez, ella bajaba la mirada, tragaba saliva y se quedaba. Porque así se lo habían enseñado: la mujer debe aguantar, mantener la familia, cargar con todo, aunque ya no viva, sino que sobreviva.
Pero aquella vez algo se rompió dentro de ella. Miró a su marido a los ojos y por primera vez no cedió.
—Vale —dijo Isabel con calma.
Él se quedó paralizado. Después, como siempre, esbozó una sonrisa burlona:
—Cuando lo pienses mejor, cambiarás de opinión.
Pero no lo hizo. Pasó la noche en vela, recordando cada año a su lado. Las peleas. El desprecio. La sombra de su suegra en su hogar. Ninguna decisión, ningún asunto se resolvía sin la intervención de la madre de Javier. Y cuando comprendió que hasta su hijo veía en su abuela y en su padre a los pilares de la familia, supo que allí ya no existía.
Por la mañana, recogió sus documentos en silencio. Javier gritaba, arrancaba las cortinas, se llevaba la plancha, los cucharones, los cojines. Hasta la cortina de la ducha. Todo lo comprado durante el matrimonio lo arrebataban de la casa.
—¡Ahora vive sin nosotros y sin lo que es nuestro! —gritó su suegra al marcharse, con un bolso pesado en la mano.
Isabel se quedó en el apartamento vacío y no lloró. Ni una sola lágrima.
El juicio transcurrió sin ellos —ni Javier ni su madre se presentaron—. Y, para su sorpresa, en dos años nadie intentó quitarle a Marcos. Trabajó, crió a su hijo, no buscó amor, pero el amor llamó a su puerta.
Alejandro llegó sin imposiciones. No se declaró, no prometió mundos, simplemente estuvo ahí. Ayudaba. Escuchaba.
—Lo entiendo —decía él—. Tienes un hijo, y él es lo primero. Y está bien. Nos llevaremos bien.
Isabel aún no sabía cómo aquellas palabras sencillas y amables podrían volverse en su contra algún día.
Al principio, todo fue tranquilo. Marcos y Ale jugaban, hablaban de coches, construían garajes con piezas. Pero últimamente, el niño se distanciaba. Evitaba su mirada, contestaba con brusquedad. Y aquella noche le ordenó que se fuera.
—¡Quieres deshacerte de mí! —gritó, levantándose de un salto—. ¡Tendrás otro bebé y ya no me querréis! ¡Me mandaréis a un orfanato!
A Isabel se le heló el alma.
—¿Quién te ha dicho eso, Marcos?
—¡Papá! Dijo que ya has hablado para que me lleve, porque molesto.
Contuvo las lágrimas mientras lo abrazaba y susurraba:
—Nunca, ¿me oyes? Nunca te dejaré. Eres mío. Lo más importante.
Al principio él se resistió, pero al final la abrazó de vuelta. Solo que en sus ojos quedó una inquietud. Una duda. Y eso era lo peor.
Pasaron unos días. Marcos volvió de casa de su padre radiante, contando cómo fue en barca, cómo pescó un pez. Pero al par de horas estaba callado, con la mirada baja.
—Estabas tan contento antes. ¿Qué pasó?
—Nada —respondió seco, apartándose.
—Marcos —se acercó—. Por favor, dime…
—¿Fuiste tú quien le pidió que me llevara, verdad? —estalló—. ¡Porque les estorbo!
Ya no era solo dolor. Era una puñalada al corazón.
Isabel cogió el teléfono. La voz de Javier al otro lado era despreocupada, indolente.
—¿Qué quieres? Está contigo, todo en orden.
—Quiero que dejes de mentir. Si vuelves a poner a mi hijo en mi contra, no lo verás nunca más. ¿Entendido?
—¿Me estás amenazando? —preguntó él, con voz ronca—. ¡Te lo has inventado!
—¿Ah, sí? ¿Y Marcos también se inventó que lo mandaría a un orfanato si tengo otro hijo?
Silencio.
—En dos años has pagado la pensión tres veces. ¿Quieres que demande? El juez valorará tus “cuentos”.
Más silencio.
—Mide tus palabras, Javier. No te atrevas otra vez.
Colgó y respiró hondo. Temblaba, pero Alejandro estaba ahí. Se acercó y le puso una mano en el hombro.
—¿Todo bien? —preguntó en voz baja.
—Ahora sí —asintió ella—. Ahora no retrocederé.
Por la noche, se quedó junto a Marcos, acariciándole el pelo mientras dormía. Aunque aún guardaba recelo, en sus ojos volvía a brillar algo de luz. Y ella sabía: era solo el comienzo. Su ex no se daría por vencido, seguiría intentando sembrar miedo, rabia y desconfianza en el niño.
Pero ahora no estaba sola.
Ahora era fuerte. Y tenía a alguien que no le pedía compartir su amor, sino que estaba dispuesto a sumarse a él.