La mañana amaneció en un silencio sepulcral. El portal, como siempre, olía a aire encerrado—una mezcla de pienso de gato, plástico viejo y algo dulzón que recordaba vagamente a la cáscara de una mandarina pasada o a un perfume barato. Marina apoyó la frente en el marco frío de la puerta y se quedó quieta, escuchando cómo en el piso de al lado volvían a cerrar bruscamente el balcón. Era la tercera vez en la semana. Un golpe seco, nervioso—no era solo la corriente. Sonaba como un grito, un eco de alguna discusión ajena, como si la pared entre sus vidas se hubiera vuelto demasiado fina.
Marina se sonó la nariz. No por el frío—por el cansancio crónico. Se calzó sus zapatillas grises, desgastadas por los talones, sus “armaduras universales”. Con ellas era casi invisible, pero segura. Entera. Aunque por dentro todo se le desmoronaba desde hacía tiempo.
El vecino del cuarto, el de los bigotes color polvo de ladrillo y el chándal azul raído, pasó junto a ella como una sombra. Una vez la había parado en el rellano con un: “Qué aburrido debe ser estar sola, ¿no?” Desde entonces, su voz le rasgaba por dentro—como un clavo oxidado bajo la uña.
El autobús llegó tarde, como siempre. Dentro olía a chaquetas mojadas, cerveza y una desesperanza agria. Marina se aferró a la barra hasta que los nudillos se le pusieron blancos y miró por el cristal empañado. Su reflejo—una cara pálida, una ojera, un abrigo gris deslizado sobre un hombro. Como si nada en ella estuviera en su sitio. Su madre le diría: “Pareces una sombra”. Pero su madre no sabía lo que era vivir días que no terminaban, sino que se fundían en una masa gris y pegajosa donde no se distinguía ni el principio ni el final.
La oficina estaba vacía. Casi todos se habían ido a trabajar desde casa. Solo quedaban los como ella—para quienes estar en casa era aún peor que en ese pasillo muerto. Al menos aquí no había reproches, ni platos estrellados contra la pared, ni miradas que taladraban. Aquí era seguro. Frío. Vacío. Pero seguro.
A la una, salió al patio del edificio de oficinas. No fumaba, pero se quedó ahí, quieta. El vigilante pasó e hizo como si no la viera—como siempre. El móvil vibró en su bolsillo. Su madre.
—Mamá, estoy trabajando.
—Otra vez sola. ¿Por qué no sales? Aunque sea a dar un paseo.
—Tengo cosas que hacer.
—Marinita, esto no es vivir. Solo existes. Con treinta y dos años…
—Adiós, mamá.
Colgó. Sin rabia. Simplemente no tenía fuerzas para seguir justificándose.
De vuelta, entró en una tienda. Compró queso tierno, bollos y té de menta. En la caja, un señor mayor le sonrió y, sin decir nada, le cedió el paso.
—Gracias—dijo ella. Y se sorprendió de lo tranquilo que sonó su voz.
En casa ya estaba oscuro, aunque no era tarde. Marina encendió no la lámpara, sino las luces de navidad viejas—las que habían colgado juntos aquel invierno. Entonces, todo parecía distinto. Sencillo. Alegre. Cálido. Se reían, comían tostadas quemadas, escuchaban música desde el móvil. Ahora, solo estaba ella.
Se sentó en el suelo. Apoyó la espalda en la pared. La nevera hizo un clic, como recordándole que la casa seguía viva. No se asustó. Solo suspiró. Los ruidos ya no eran sus enemigos. Eran testigos.
Sacó el móvil. Abrió la carpeta de grabaciones. “Su voz”. Quince archivos. Él decía: “Estoy contigo, eres única para mí”, “Lo conseguiremos”, “Eres especial”. Y el último…—fragmentos, gritos, insultos, un golpe sordo—¿una puerta? ¿un puño? ¿su corazón?
Marina pulsó “eliminar”. Y su mano no tembló.
Se levantó. Abrió la ventana. Respiró el aire sucio, otoñal, auténtico. En el balcón volvió a sonar el portazo. Ella sonrió.
—Qué más da—susurró—. Que golpee.
Preparó el té. Puso los bollos en un plato blanco. Se sentó a la mesa. Abrió el portátil. En una página en blanco, escribió la primera frase:
*”Aquel día no temí a la soledad—por primera vez, sentí que estaba viva.”*
Y eso bastó para que el mundo, roto y torcido, dejara de parecerle hostil. Porque ahora—era suyo. No alegre, no perfecto. Pero suyo.