**El Regreso a Sí Misma**
Aquel atardecer, supo que él mentía. No por su tono, ni por sus palabras, sino por su silencio. Jorge siempre había sabido callar con elegancia: con pausas largas, con la mirada desviada, con una sombra de cansancio en el rostro. Ese silencio podía confundirse con reflexión, con profundidad. Pero esta vez era distinto: frágil, afilado, como una máscara tras la cual latía algo vivo, torpe, incapaz de esconderse.
—Otra vez te demoraste —dijo él sin mirarla, y su voz tropezó contra un muro invisible.
—¿Dónde estabas? —preguntó ella, casi en un susurro. No había reproche en sus palabras, ni sospecha, solo el roce leve de algo que la arañaba por dentro desde hacía tiempo.
—En el trabajo. Con Antonio. Hablamos del proyecto. Ya lo sabes.
Ella lo sabía. Pero también sabía otra cosa: Antonio estaba en Mallorca con su familia. Lo había visto en sus historias, había escuchado su risa en los mensajes. No insistió. No discutió. Todo quedó claro, como el cristal.
—Claro —respondió, recogiendo la taza de la mesa con un movimiento suave, casi automático, como quien ha visto más de lo que deseaba.
Más tarde, se acostaron como siempre, espalda contra espalda. Él se durmió rápido, incluso roncó, como si nada hubiera cambiado. Ella, en cambio, permaneció despierta, mirando la oscuridad mientras sentía crecer en su pecho un nudo que no era de celos ni de miedo, sino de una certeza nueva y pesada. Lenta, densa, como una gota a punto de caer. No era un descubrimiento repentino, sino una rendición silenciosa ante lo inevitable. Como si alguien en su interior murmurara: *”Ahí está. Ahora lo sabes.”*
Al día siguiente, compró un billete a Salamanca. Sin planes, sin motivos. Le dijo a Jorge que visitaría a su hermana. Él asintió demasiado rápido, con un alivio que no supo disimular. Su ausencia no lo inquietaba, y eso solo endureció su decisión.
Salamanca la recibió con viento frío y el olor del asfalto mojado. La ciudad parecía adormecida, como si no quisiera despertar. Alquiló una habitación a una anciana de ojos cansados y voz gastada por el tiempo. Desde la ventana se veían árboles desnudos y una pared desconchada donde alguien había escrito: *”Vive mientras late el corazón.”*
Tres días vagó por las calles. Sin llamar, sin escribir. El teléfono quedó en el bolso, en silencio, como un objeto inútil del que ya no quería ocuparse. Bebió café en pequeñas cafeterías que olían a vainilla y a soledad, esa soledad cálida que abraza en lugar de doler. Observó a la gente: quienes corrían, reían, llevaban bolsas, esperaban a alguien. En cada rostro vio un reflejo de sí misma: de aquella que fue, con ojos brillantes, el corazón abierto y fe en el mañana.
Al cuarto día, despertó con una ligereza nueva, como si hubiera mudado la piel. Su cuerpo se sentía ingrávido, como si hubiera descansado no una noche, sino años. Salió a la calle con un vaso de café en la mano. La mañana era tranquila, sin promesas, pero llena de vida. Y de pronto lo comprendió: no tenía que volver. No tenía que ser quien esperaban, quien cumplía roles. Podía ser simplemente ella.
Podía ir más lejos. No a París ni a Tokio, sino a Burgos, a León, a Granada. A ciudades donde nadie supiera su nombre ni hiciera preguntas. Solo viajar, hasta que el pasado se borrara. Hasta que no quedara nada, salvo ella misma: sin etiquetas, sin ser “esposa”, sin ser “hermana”, sin máscaras ni expectativas ajenas. Solo una mujer. Viva. Con sus errores, sus miedos, sus sueños.
En la estación, compró un billete a Zaragoza. Luego, a Barcelona. Después, ya se vería. Durmió en trenes, con la frente apoyada en el cristal frío. Comió empanadas en las estaciones, bebió té en vasos de plástico. Escribió en un cuaderno: pensamientos, frases, retazos de memoria. Leyó a Machado, volvió a leer a Lorca, subrayando versos que le atravesaban el alma. A veces lloró. A veces rio. A veces solo miró por la ventana, y con cada estación sintió que se liberaba de lo superfluo. Y quedaba lo esencial: ella misma.
Pasaron cuarenta y dos días.
Regresó a Madrid a principios de abril. Al piso que olía a polvo y a pasado olvidado, como un museo viejo. Todo estaba en su sitio, pero descolorido: las cortinas, los platos, los libros en la estantería. Jorge estaba en la cocina, como si no se hubiera movido en todo ese tiempo. La misma mirada. Las mismas pausas. Las mismas sombras en los ojos, como si el tiempo se hubiera detenido allí.
—¿Dónde has estado? —preguntó con esa vacilación tras la que siempre se escondía la mentira.
—Buscándome a mí misma —respondió—. Y creo que me encontré.
Él calló. Sus manos reposaban sobre la mesa, tensas, inmóviles. Pero ella ya no esperaba una respuesta. No esperaba nada.
Esa noche hizo la maleta. Con calma, sin prisas. Solo llevó ropa, libros y un álbum viejo de fotos. Lo demás no era suyo. Ni la vajilla, ni las cortinas, ni los rencores, ni la culpa. Todo aquello se quedó atrás.
No se fue de su lado. Se fue hacia sí misma. Hacia donde podía respirar hondo. Hacia donde su voz no temblaba. Hacia donde era, por fin, ella.
Después vino un trabajo nuevo, sencillo pero suyo. Con metas claras, con gente que valoraba lo que hacía, con la certeza de ser necesaria. Un pequeño piso con ventanas a un patio antiguo, donde los pájaros cantaban al amanecer y el atardecer se reflejaba en los cristales, como si ardiera solo para ella.
Su voz se hizo firme, porque ya no tenía que ocultarla. Su risa sonaba sincera, no por cortesía, sino porque brotaba de verdad. Llegaba fácil, como el aire.
A veces lo soñaba. Las mismas paredes, la misma cocina. Pero hasta en los sueños guardaba silencio de otro modo: no por miedo, ni por cansancio. En paz. Como alguien que ya no debe explicar por qué vive como vive.
Porque el silencio ya no vivía bajo su piel. Vivía dentro, como un hogar. Cálido, luminoso, con las ventanas abiertas.
Y no fue una huida. Fue un regreso.
Fue el comienzo.