Cuando el aire asfixia

La mañana comenzó con un silencio inquietante, denso como el aire antes de una tormenta. No era la calma del descanso, sino un vacío que tensaba los nervios hasta hacer temblar los dedos. Hasta la tetera hervía con cautela, como si temiera romper ese frágil equilibrio entre lo conocido y lo desconocido. Ana estaba en la cocina—descalza, el pelo aún húmedo, con una vieja camiseta gris—sin recordar por qué había despertado a las siete. No había puesto alarma. Simplemente abrió los ojos y supo: algo había cambiado.

Sobre la mesa, una postal. Sin sobre, entre una taza de infusión de escaramujo a medio tomar y un paquete de pan tostado. Como si alguien la hubiera dejado allí al pasar. La letra le resultaba dolorosamente familiar—clara, pulcra, sin adornos—la misma con la que Adrián firmaba sus felicitaciones: sobrio, pero con un calor escondido en cada trazo.

*Ana. Perdóname. No pude más. No me busques. — A.*

No la tocó. Solo la miró. Minutos. Quizá una hora. Como si ese trozo de papel fuera un umbral que, al cruzarlo, lo destruiría todo. Encendió la radio—el locutor hablaba animado sobre los atascos en la M-30, como si nada hubiera ocurrido. Como si el mundo no hubiera perdido a alguien. A ese mismo que respiraba junto a ella cada mañana.

Adrián se había ido de noche. Lo supo porque no escuchó pasos, ni el portazo, ni el chirrido de la cerradura. Solo el perchero vacío en el recibidor. Su bufanda—gris, áspera—seguía allí. Ni siquiera se llevó el paraguas, el de mango de madera y detalles rojos. Ana lo miró fijamente, como si pudiera responder a las preguntas que las palabras no alcanzaban.

Intentó recordar la última vez que hablaron de verdad. No de la basura o la lista del súper, sino de algo real. Quizá en abril, en un banco junto al lago. Adrián había susurrado: “Contigo cuesta respirar”. Ella lo tomó a broma. Quizá él ya se estaba despidiendo.

Al mediodía, revivió viejas fotos. Allí estaban juntos—en el autobús, en la montaña, en la casa del pueblo. Allí, su mano sobre su hombro. Allí, abrazándola por la cintura, sonriendo. Esas imágenes antes la reconfortaban. Ahora solo dejaban un eco frío, informe. Ni siquiera lloró. Y eso era lo más aterrador. Como si las emociones se hubieran consumido, dejando solo un vacío pegajoso.

Por la noche, llamó Luis, un amigo en común. “¿Estás bien?”, preguntó. Ana mintió sin vacilar: “Sí. Solo no he dormido bien”. Como si hubiera ensayado esa frase toda la vida. Tras colgar, se quedó sentada en la oscuridad, escuchando el goteo del grifo. Cada gota, una cuenta atrás.

Al día siguiente, fue a la estación de Atocha. Solo para observar a la gente—los que llegaban, los que partían, los que se abrazaban, lloraban, reían. Todos vivos. Todos con prisa. Dentro de ella, el silencio era un cable tenso. Adrián odiaba las estaciones. Decía: “Recuerdan demasiado que todo es temporal”. Ni siquiera le gustaba pasar cerca. Pero fue allí, ante los andenes, donde Ana entendió que no solo había abandonado el piso. Había abandonado su “nosotros”. Y quizá no había vuelta atrás.

Al tercer día, sacó el paraguas. Lo dejó junto a la puerta. Luego lo guardó. Y lo volvió a sacar. Como si fuera un ancla. Un recordatorio de que algo podía permanecer. O regresar.

Pasaron dos semanas. La postal seguía en la mesa. A veces notaba polvo sobre ella y lo apartaba con un soplo, como si borrar esas palabras lo borrara a él. Otras veces, juraba que el papel se calentaba al acercarse. Como si en la tinta latiera algo vivo—un resto de amor, de esperanza, o de lo que no supo escuchar.

Hasta que una mañana, llamaron a la puerta. El cartero. Un día normal, pero sus manos temblaban. En el formulario, el remitente: A. Herrera.

Dentro, una carta. Y un billete. Cercanías a El Escorial. El papel estaba arrugado, como si hubiera estado semanas en un bolsillo. Al final, una firma:

*”Si puedes, ven. Si no quieres, no te retengo. Solo dímelo. No sé hacerlo de otra manera. Pero aún sé esperar.”*

Ana se sentó en el pasillo, la espalda contra la puerta. El suelo estaba frío. Y era el mejor frío de su vida. Porque era real. Porque el dolor significaba que seguía viva. No lloró. Solo se quedó así, los ojos cerrados. Algo se tensó en su pecho. Pero no era desesperación. Era una oportunidad.

A veces el amor no se va. Solo se calla. Se esconde en objetos viejos, en recuerdos de olores, en un paraguas junto a la puerta, en una letra conocida. Y espera a que, por fin, puedas volver a respirar. Sin miedo. Sin rabia. Simplemente respirar.

Ana llegó hasta la última parada. Él esperaba. Sin flores. Sin excusas. Pero con unos ojos en los que solo había una cosa: luz.

Rate article
MagistrUm
Cuando el aire asfixia