Antes de que sea demasiado tarde

Antes de que fuera demasiado tarde

Javier se sentaba en el banco de una parada, observando cómo los coches avanzaban lentamente por la calle mojada. El frío viento de marzo se colaba bajo su chaqueta ligera, pero él apenas lo notaba. Esperaba. ¿El qué? Ni él mismo lo sabía. Tal vez una señal, quizá una respuesta a la pregunta que le quemaba por dentro: «¿Qué sigue ahora?»

Su vida se había quedado atascada como un disco rayado. El trabajo de oficina le provocaba náuseas, en casa solo le recibía el silencio de un piso vacío, y los sueños que antes brillaban como fuegos artificiales ahora parecían descoloridos y ajenos. Cada día era igual al anterior, y cada mañana le costaba más levantarse.

Sacó el móvil y revisó distraído las noticias. En el mensajero parpadeaba un texto de su madre: «¿Qué tal estás, hijo? Hace mucho que no llamas.» Javier no respondió. ¿Qué podía decirle? ¿Que todo se desmoronaba? ¿Que ni siquiera entendía por qué malgastaba su vida en aquella gris monotonía?

Llegó el autobús, pero Javier ni se movió. ¿Para qué subir si dentro solo había vacío, como en una casa abandonada?

—Oye, tío, ¿tienes hora? —preguntó una voz ronca.

Javier alzó la vista. Ante él había un chaval de unos veinticinco años, con una chaqueta gastada y una mochila pesada a la espalda. Su rostro estaba cansado, pero en sus ojos brillaba vida.

—Las once menos diez —murmuró Javier, echando un vistazo al reloj.

—Gracias. Soy Luis —el joven le tendió la mano.

Javier se la estrechó sin mucho entusiasmo, sin dar su nombre.

—¿Qué haces aquí solo? —preguntó Luis, sentándose a su lado.

—Pensando.

—¿En qué?

Javier esbozó una sonrisa amarga:

—En cómo salir de esta maldita rutina.

Luis dejó la mochila en el suelo y lo miró con interés.

—Me suena. Hace poco estaba igual. Y sabes qué entendí?

—¿Qué?

—Que si no encuentras sentido, lo creas tú mismo. Lo dejé todo: dejé el curro, me eché la mochila al hombro y me fui. Hoy aquí, mañana en otro pueblo. Vivo como quiero.

—¿Y eso te ha ayudado?

Luis asintió, y en sus ojos apareció una convicción sincera:

—Ahora es mi vida, no solo días que tengo que aguantar.

Javier guardó silencio. Algo le ardía dentro, como si el corazón recordara cómo latir.

Hablamos hasta la medianoche, sentados en aquel banco frío. Luis le contó cómo había decidido dejar la oficina, cómo el miedo lo había paralizado, pero que la idea de vivir con arrepentimientos le dio más terror.

—No quiero morirme preguntándome «¿y si…?» —dijo—. Tú tampoco tienes por qué. Solo da el primer paso.

Javier lo observó y, por primera vez en años, sintió una esperanza frágil, pero viva, en el pecho.

—Tal vez… —susurró.

Cuando se separaron, Javier caminó lentamente hacia casa, pero sus pensamientos fluían como un río tras el deshielo. Comprendió que, si no cambiaba su vida ahora, quedaría atrapado en ese vacío para siempre.

En casa, se desplomó frente al ordenador y buscó billetes de tren. A cualquier parte. Solo quería escapar. Su dedo se detuvo sobre el botón de «Comprar». El corazón le latía tan fuerte que parecía querer salirse del pecho.

—Vamos —se dijo con voz ronca.

Y pulsó.

Al día siguiente, Javier estaba en el vagón, mirando por la ventana las luces que pasaban. Había elegido un pequeño pueblo costero, no muy lejos, pero lo bastante ajeno para respirar aire nuevo. En el bolsillo llevaba los ahorros de un año. Sabía que, sin trabajo, no duraría mucho.

El primer día, alquiló una litera en un albergue. Caminó por callejuelas estrechas, entró en cafeterías y tiendas, preguntando si necesitaban a alguien. Al atardecer, cansado pero entero, vio un cartel: «Se busca ayudante en taller de reparación de barcas. No se requiere experiencia.»

—¿Necesitan a alguien? —preguntó al dueño, un hombre barbudo.

—Sí —lo miró de arriba abajo—. ¿Sabes hacer algo?

—No lo he intentado, pero aprendo rápido.

Al día siguiente, Javier empezó a trabajar. Al principio fue duro: las manos no le obedecían, las herramientas le resultaban extrañas. Pero cada día sentía que volvía a vivir. Por primera vez en años, despertaba sabiendo que lo que venía no era otro día cualquiera, sino algo real.

Su vida no cambió de la noche a la mañana. Pero había dado el paso más importante: saltar al vacío de lo desconocido. Y eso fue suficiente para que el mundo empezara a mirarlo de otra manera.

Rate article
MagistrUm
Antes de que sea demasiado tarde