Veinte años de dolor y desilusión: cómo la antigua familia de mi marido convirtió mi vida en un infierno
Cuando cerré por última vez la puerta de mi casa en Valencia, creí iniciar un capítulo radiante. No emigraba al extranjero, sino a París, para ser esposa. No de cualquiera, sino de un hombre respetado: judío, divorciado, culto, maduro, que abandonó su vida anterior por mí. La boda en la catedral de la Almudena, bajo el cielo madrileño, parecía el prólogo de un cuento. La envidia de mis amigas, las cenas en embajadas, las fotos en revistas… Todo indicaba que el destino me concedía lo que anhela cualquier mujer. Jamás imaginé que sería solo una portada brillante ocultando décadas de traición y vacío.
Javier me llevaba veinticinco años. Sin hijos —yo rozaba los cuarenta, él empezaba a decaer—. Sus hijas, Marta y Lucía, de mi edad, me recibieron con desdén glacial. Para mí, eran criaturas caprichosas que saqueaban nuestro piso: cuadros, vajillas, antigüedades… Todo desaparecía sin pedir permiso. Él callaba. Consentía que expoliaran nuestro hogar recién construido. Vivía conmigo, pero mantenía a su exesposa. Sí estaba en el contrato matrimonial. Mientras alquilábamos un ático modesto, ella disfrutaba de la mansión familiar y mensualidades de su pensión. Yo le preparaba caldos, velaba sus noches febriles, mientras el dinero fluía hacia el pasado.
Cuando enfermó, se esfumó la opulencia. Nada de cruceros ni viajes: pastillas, sueros, humillaciones. Tras su muerte, sus hijas irrumpieron exigiendo lo «patrimonial». Rompieron el armario, se llevaron el sillón victoriano, hasta la cafetera. No protesté. Me quedaron un apellido sefardí y un estudio alquilado en el barrio de Chamberí, cuyas rentas me mantienen a flote. En Madrid, soy una más en viviendas sociales, vigilada por asistencia social: sospechan si oculto ingresos. Vivo bajo lupa, entre miradas ajenas, en un idioma que nunca fue mío.
Al volver a Valencia, mis vecinos me ven como «la madrileña», envidiosos. Ignoran que regreso no por placer, sino para respirar. Aquí, en mi refugio, nadie me juzga ni espía. Aquí pervive mi calma. Cuando las amigas llaman, celosas de mi «vida europea», recuerdo la verdad: Madrid no es la villa de las oportunidades, sino de la soledad.
No tengo hijos. Ni familia. Solo compañías esporádicas que duermen en mi sofá-cama, usan mi ducha, se esfuman. Quedan llamadas por Skype, conversaciones truncadas, silencio. Existo en el límite: dos países, dos identidades, dos derrotas. A veces ansío huir definitivamente. ¿Pero adónde? Todo se perdió. Solo resta aguantar.
Quizá la suerte me sonría al final. Quizá en la vejez encuentre esa paz soñada. Mientras, resisto. Con los dientes apretados. Como la Celestina. En Madrid.