Una vida tranquila con mi hijo: el alto precio a pagar

Disfruto de una vida tranquila con mi hijo, aunque pagué un precio demasiado alto por ello.

Me llamo Lucía Mendoza y vivo en Segovia, donde las calles antiguas guardan sus secretos bajo la sombra de los recuerdos. Hoy tengo una existencia serena junto a mi hijo, quien posee todo lo que podría desear, pero el camino hacia esta paz se construyó con dolor y sacrificios que pocos imaginarían. Mi historia es una cicatriz en el alma, oculta tras la sonrisa con la que recibo cada amanecer.

Todo comenzó antes de la graduación, cuando terminaba el instituto. Tenía diecisiete años, llena de ilusiones y ambiciones. Pasaba las tardes en la biblioteca municipal, entre el aroma a papel viejo y promesas de sabiduría. Aquel lugar era mi refugio. Los bibliotecarios me conocían bien, y mis padres, Alejandro y Lidia, trabajaban sin descanso para mantenernos. Mi padre era operario en una fábrica; mi madre, profesora de primaria. Aquella noche de febrero, perdí la noción del tiempo y me quedé sin el último autobús. Decidí atravesar el parque para acortar el camino, a pesar del frío que calaba los huesos.

Apareció de repente: una silueta con uniforme militar, oliendo a alcohol rancio. «¿Tienes fuego?», gruñó. Negué con la cabeza, pero antes de huir, me atrapó. No había nadie más. Solo la oscuridad y su respiración áspera. Me arrastró entre los arbustos, ahogando mis gritos con su mano. Rasgó mis medias y la ropa interior, consumando su violencia sobre la tierra helada. El dolor me desgarraba; era mi primera vez. Sus manos me aplastaban como si quisiera borrarme. Las lágrimas se congelaban en mi piel. Cuando terminó, se marchó como si nada, dejándome temblando y deshecha.

Logré llegar a casa. Escondí la ropa destrozada en el contenedor y guardé silencio. La vergüenza me paralizaba. Tres meses después, la verdad emergió: estaba embarazada. Mi mundo se derrumbó. Mis padres, temiendo por mi vida ante un aborto inseguro, decidieron mudarnos lejos. Dejaron atrás sus trabajos —mi padre como jefe de equipo, mi madre como subdirectora del colegio— para empezar de cero en otra ciudad. Acceptaron empleos mal pagados, sacrificándolo todo por mi futuro y el de mi hijo, al que llamamos Diego.

Cuando nació, observé su rostro inocente, idéntico al mío, y supe que era la luz surgida de mi oscuridad. Sobrevivimos. Mis padres jamás se arrepintieron, especialmente al verlo crecer. Cuando Diego empezó la guardería, conocí a Nicolás. Llegó con poemas y ternura, aceptando a mi hijo como propio. Nunca le revelé la verdad sobre el padre; temía romper el frágil equilibrio que nos unía. Su amor era un tesoro que no quería manchar.

Han pasado veinticinco años. Diego es alto, inteligente, con una mirada cálida que heredó de mí. Estudió en la Universidad Complutense, trabaja en una multinacional y pronto me hará abuela. Nicolás sigue a mi lado, y cada día le agradezco su paciencia. Aunque he aprendido a encontrar belleza en lo cotidiano, la sombra de aquella noche persiste. Pagué por esta felicidad con humillación, miedo y la pérdida de mi inocencia.

A veces aún sueño con el parque, la nieve, el olor a licor barato. Recuerdo cómo quebraron mi cuerpo y mi alma. Pero entonces escucho a Diego reír en la habitación de al lado, y comprendo que de aquel dolor nació un milagro. Él es mi razón, mi esperanza. Mis padres lo dieron todo por nosotros. Nicolás me ofreció un nuevo amor al que me aferro como a un salvavidas. Hoy puedo sonreír, aunque esa sonrisa es un disfraz que oculta una herida que nunca cicatriza. Vivo, soy feliz, pero el precio de esta paz lo cargo en la memoria. Aun así, bendigo al destino por Diego, por cada instante a su lado, por permitir que de la oscuridad brotara algo hermoso.

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