El teléfono sonó a las once y media de la noche. Carla apenas había conciliado el sueño con el suave respiración de su marido, y el repentino sonido del teléfono la hizo sobresaltarse. Su corazón comenzó a latir con fuerza; a esa hora no esperaba buenas noticias.
— Miguel, — lo sacudió suavemente. — Miguel, despierta. Es el teléfono.
Él se levantó de un salto y tomó el auricular. Carla observó con tensión cómo el rostro de su marido palidecía a cada segundo que pasaba.
— ¿Cómo que… cuándo? — susurró. — Sí… sí… lo entiendo. Estaré allí lo antes posible.
Miguel dejó el teléfono con manos temblorosas.
— ¿Qué ha pasado? — preguntó Carla, ya sospechando lo peor.
— Pedro y Natalia… — tragó saliva. — Un accidente. Ambos… en el acto.
El silencio en la habitación se hizo pesado, interrumpido solo por el tictac del reloj. Carla miraba a su marido, incrédula.
Apenas unos días antes, todos habían estado juntos en la cocina, tomando té, mientras Natalia compartía una receta de un nuevo pastel. Y Pedro, el mejor amigo de Miguel desde la universidad, contaba historias de pesca.
— ¿Y Natalia? — preguntó de repente Carla. — Dios mío, ¿qué pasa con Natalia?
— Ella estaba en casa, — Miguel se ponía los pantalones con rapidez. — Tengo que ir, Carla. Hay que… identificarles. Y ver qué hacer.
— Voy contigo.
— ¡No! — se giró bruscamente. — Alba se quedará sola. No tiene sentido asustarla a mitad de la noche.
Carla asintió con la cabeza. Su marido tenía razón; no valía la pena involucrar a su hija de doce años en aquella tragedia. Al menos por el momento.
No pegó ojo en toda la noche. Iba de un lado a otro en el apartamento, mirando el reloj cada tanto. Echó un vistazo a la dormida Alba – descansaba tranquilamente, con la mano bajo la mejilla, y su cabello pelirrojo esparcido sobre la almohada. Tan serena, tan indefensa.
Miguel regresó al amanecer, exhausto, con los ojos enrojecidos.
— Se ha confirmado todo, — dijo con voz cansada, dejándose caer en una silla. — Un choque frontal… con un camión. No tenían oportunidad.
— ¿Y qué va a pasar con Natalia? — preguntó Carla en voz baja, ofreciéndole una taza de café fuerte.
— No sé. Solo le queda su abuela en el campo. Mayor, apenas puede caminar.
Por un momento guardaron silencio. Carla miró por la ventana el gris amanecer invernal. Natalia, la ahijada de Miguel, tenía la misma edad que su hija Alba. Una niña dulce y reservada, siempre un poco apartada.
— Sabes, — empezó Miguel despacio, — pienso… tal vez deberíamos llevarla con nosotros.
Carla se giró bruscamente:
— ¿Hablas en serio?
— ¿Por qué no? Hay espacio, una habitación libre. Soy su padrino. No vamos a permitir que se la lleven a un orfanato.
— Miguel, pero eso… es una decisión muy seria. Hay que pensarlo detenidamente. Hablarlo con Alba.
— ¿Qué hay que considerar? — dio un golpe en la mesa. — ¡La niña está huérfana! ¡Mi ahijada! No podría mirarme al espejo si la abandonamos.
Carla mordió su labio. Claro, tenía razón. Pero todo estaba ocurriendo tan rápido, tan de repente.
— Papá, mamá, ¿qué ocurre? — la voz soñolienta de Alba les sacudió. — ¿Por qué están despiertos tan temprano?
Cruzaron miradas. El momento de la verdad llegó antes de lo que esperaban.
— Cariño, — empezó Carla, — siéntate. Tenemos… muy malas noticias.
Alba escuchaba en silencio, sus ojos se iban agrandando más y más. Cuando su padre le contó que Natalia se quedaría con ellos, de repente se levantó de golpe:
— ¡No! — gritó. — ¡No quiero! Que se vaya con su abuela.
— ¡Alba! — le reprendió Miguel. — ¡Qué vergüenza! Estamos hablando de una tragedia…
— ¿Y a mí qué me importa? — sus ojos destellaban. — ¡Eso no son mis problemas! ¡No quiero compartir mi casa con ella! ¡Y tampoco a ustedes!
Salió corriendo del comedor, cerrando la puerta de golpe. Carla miró a su marido sin saber qué hacer:
— Quizá no deberíamos apresurarnos tanto.
— No, — respondió con firmeza. — La decisión está tomada. Natalia vivirá con nosotros. Alba se acostumbrará.
Una semana después, Natalia se mudó. Silenciosa, pálida, con una mirada apagada. Casi no hablaba, solo asentía con la cabeza a las preguntas.
Carla intentó cuidarla. Cocinaba sus platos favoritos, le compró ropa de cama nueva con mariposas.
Alba ignoraba a Natalia deliberadamente. Se encerraba en su habitación y, si por casualidad se encontraban en el pasillo, se giraba y pasaba de largo.
— ¡Deja de comportarte así! — la regañaba su padre. — ¡Muestra un poco de decencia!
— ¿Qué he hecho? — contestaba Alba. — Solo no la veo. ¡Tengo derecho! ¡Es mi casa!
La tensión en la casa crecía a diario. Carla se movía entre las niñas, tratando de suavizar las aristas. Pero cuanto más lo intentaba, peor se ponía.
Hasta que desaparecieron los pendientes. Sus favoritos, de oro, con pequeños diamantes: un regalo de Miguel en el décimo aniversario de bodas.
— ¡Fue ella quien los tomó! — soltó Alba cuando Carla descubrió el robo. — ¡La vi entrar en vuestra habitación cuando no estabais!
— ¡No es cierto! — respondió Natalia por primera vez. — ¡No tomé nada! ¡No soy una ladrona!
Rompió a llorar y se encerró en su habitación. Miguel miró a su hija con seriedad:
— Lo hiciste a propósito, ¿verdad? ¿Quieres destruirla?
— ¡Pero yo digo la verdad! — insistió Alba, golpeando el suelo con el pie. — ¡Ella finge! Se hace la infeliz, y en realidad…
— ¡Basta! — interrumpió Carla. — Dejemos de discutir. Los pendientes aparecerán. Quizás yo los coloqué en algún lugar y lo olvidé.
Pero a los tres días, un anillo también desapareció. La única reliquia de la madre de Carla.
— ¿Esto también se ha perdido por casualidad? — preguntó Alba con sarcasmo. — ¿O seguiremos fingiendo que nada pasa?
Alba estaba en el medio del salón, con los brazos en jarras, como una pequeña furia. Y en la puerta estaba Natalia, blanca, mordiéndose los labios mientras parpadeaba rápidamente, como si quisiera contener las lágrimas.
Carla miraba de una niña a otra. Y por primera vez se sintió empezar a comprender algo.
Carla se sentó al borde de la bañera, jugueteando con un pequeño frasco de verde mercromina. La solución le vino por casualidad: justo cuando curaba con papel un pequeño corte de Natalia, esa idea le cruzó por la mente. Mercromina. Tan incordiante como una mentira y tan visible como la verdad.
Esperando a que todos se durmieran, sacó la caja de joyas. Marcó cada anillo, cada pendiente, con una minúscula gota de mercromina.
— ¿Qué estoy haciendo? — susurró en la oscuridad. — Dios mío, a qué hemos llegado…
A la mañana siguiente, desapareció un collar. En la mesa reinaba el silencio. Natalia removía tristemente su porción de avena con una cuchara, Alba se giraba teatralmente hacia la ventana. Miguel bebía café con expresión sombría.
— Chicas, — Carla intentó hablar con calma. — Mostradme las manos.
La miraron sorprendidas.
— ¿Para qué? — frunció el ceño Alba.
— Solo mostrémelas.
Natalia fue la primera en extender las manos abiertas, limpias, sin rastro de la marca. Pero Alba se resistía.
— ¡No lo haré! — intentó levantarse de la mesa.
— ¡Siéntate! — tronó la voz del padre. — ¡Inmediatamente muestra tus manos a tu madre!
Alba, con los labios apretados, extendió sus manos. En las yemas de sus dedos aparecían pequeñas marcas verdes.
El silencio se apoderó de la cocina. Se oía el tictac de los relojes en la pared, el fluir del agua en las cañerías, la agitada respiración de Miguel.
— Tú… — las palabras se atragantaban de rabia.