Cuando Lucía vino al mundo, la comadrona dijo a su madre que sería afortunada: había nacido de pie. Hasta los cinco años, todo fue bien: su madre le trenzaba el pelo, le leía cuentos ilustrados, aunque a veces se enfadaba porque la niña no mostraba interés por las letras. Su padre le enseñaba a montar en bici y la llevaba a la finca familiar, dejándole sujetar el volante por los caminos rurales.
Al cumplir cinco años, sus padres le anunciaron que pronto tendría un hermano.
—Será tu regalo de cumpleaños—.
El «regalo» llegó justo a tiempo, robándole todas las celebraciones futuras: desde el primer año, Héctor ocupó un lugar central. Primero por ser pequeño, luego por ser superdotado.
Aprendió a leer antes que Lucía, quien a los veinte aún leía como una niña de primaria (hoy se llamaría dislexia, pero entonces la mandaron a clases de apoyo). En matemáticas, su profesora se llevó las manos a la cabeza y llamó al catedrático Antonio Navarro. Y eso sin contar los poemas que componía, excéntricos pero geniales.
Así terminó la felicidad de Lucía: no solo compartía cumpleaños, sino toda su existencia giraba en torno a Héctor. Ella lo llevaba al colegio, a inglés, a natación, al conservatorio, al taller de poesía y a las clases con el profesor Navarro. Cuando quiso apuntarse a costura, su madre estalló:
—¿Quieres que deje mi trabajo para llevar al niño? ¡Siempre piensas en ti!
Lucía cedió. Si cumplía con el exigente horario de Héctor, preparaba dos cenas (él era vegetariano desde los seis; su padre, carnívoro empedernido) y traía dinero paseando perros, su madre la elogiaba y acariciaba su pelo corto.
Se lo cortaron porque su madre no tenía tiempo para trenzarlo: debía repasar inglés al amanecer o transcribir los versos nocturnos de Héctor. Lucía hacía coletas desaliñadas, y las notas en su agenda escolar enfurecían a su madre. La llevaron a la peluquería. Lloró toda la noche por sus trenzas perdidas.
—Cuando termines el instituto, haz lo que quieras— decía su madre ante cualquier queja. —Total, tú solo lees recetas.
Tras acabar sus estudios (y los de Héctor), tampoco hubo libertad: además de cocinar, lavar y planchar, se convirtió en su secretaria. Organizaba concursos, clasificaba correos. Cuando mencionó trabajar en un refugio canino, hasta Héctor protestó:
—Sin ti, me hundiré—.
Y volvió a ceder.
Solo se rebeló una vez: al conocer a Borja.
Borja no era guapo: alto, relleno, programador incansable. Sus padres le regalaron un perro para que saliera más. Él contrató a Lucía como paseadora. Así se enamoraron. Pronto, tras pasear al animal, se quedaba en su casa.
Su madre la llamaba exigiendo que volviera: —¡Tengo que planchar las camisas de Héctor!—. Él también llamaba: —Papá trajo empanadillas y no hay nada más—.
—¡Dejadme en paz! ¡No soy vuestra criada!— gritaba Lucía.
Borja la besaba, prometía boda. Hasta que se fue a Estados Unidos por un contrato.
—Perdona— fue todo lo que dijo.
Cuando Héctor ganó un premio, sus padres estallaron de orgullo. Su madre corrió a la peluquería; su padre calculaba la parte monetaria (quería un coche nuevo).
A Lucía le tocó reservar vuelos, hoteles con piscina y menú vegetariano, y pulir el esmoquin. Agotada, tras dejar a Héctor entre bastidores, intentó entrar a la gala.
Un guardia de seguridad la detuvo:
—El personal de servicio no puede pasar—.
—¿Qué?—.
—Espere a su señor aquí— añadió otro, mirándola con desdén. —Con ese vestido…
Lucía miró su ropa vieja (no tuvo tiempo de cambiarse). No era elegante, pero tampoco andrajosa. Sin embargo, llevaba razón: era la criada.
Héctor la miró un instante. Ella esperó que dijera: —Es mi hermana—. Pero él calló. El presentador anunció su nombre y subió al escenario sin volverse.
Lucía se sentó en un taburete, repasando mentalmente: recoger el traje de la lavandería, reservar cena… No había revisado el correo en días. ¡Cuántos mensajes llegarían!
No escuchó el discurso de Héctor (ya lo había ensayado con ella). Gracias a los padres, a los maestros, al difunto profesor Navarro… Hasta que algo cambió:
—Debía dar otro speech, pero… En verdad, solo hay una persona sin la que no estaría aquí—.
Lucía imaginó a sus padres sonriendo, cada cual creyéndose el protagonista.
—Ella dedicó su vida a mí. Lo daba por hecho. Ahora debo devolverle el favor, aunque ningún tesoro bastaría—.
A su padre se le marcó la vena de la frente; su madre lloraba de emoción.
—Este premio es para ti. Todo el dinero será para tu refugio canino. Haz lo que sueñes—.
Las palabras resonaron cerca. Cuando Héctor la arrastró al escenario, Lucía no entendía.
—Les presento a mi hermana. Sin ella, no habría logrado nada—.
Los aplausos estallaron. La luz cegó a Lucía. Finalmente, comprendió. Él le sonreía, y esa sonrisa curaba a Borja ausente, las costuras truncadas, los perros sin refugio… Erguida bajo los focos, algo en ella despertó.
Héctor le dio el dinero y contrató a un chico al que ella entrenó.
—Ya no serás mi sirvienta. Perdóname, fui un necio—.
Lucía lo perdonó. Abrió el refugio, estudió repostería y montó una pastelería. Pequeña, atendiendo ella misma, pero suya.
Una tarde fría de octubre, al cerrar la caja, sonó el timbre. Un hombre alto, delgado y serio entró.
—¿Borja?… Has vuelto—.
Las piernas le flaquearon.
—Lucía… Perdona a este tonto—.
El segundo hombre importante en su vida pedía perdón. Bastaba.
Sus padres no hablaban con ella (creían que manipuló a Héctor). Pero daba igual. Borja regresó. Y ahora, todo iría bien.