**Tormenta en el Hogar: El Drama de Lucía**
Lucía despidió a su marido rumbo al trabajo y, anhelando un momento de paz, regresó al dormitorio de su acogedor piso en Sevilla. Pero apenas se había recostado cuando un insistente timbrazo resonó en la puerta.
—¡Abre, ahora mismo! —ordenó la voz cortante de su suegra desde el otro lado.
Lucía, inquieta por el tono brusco, abrió. En el umbral estaba Dolores Mendoza, con los ojos fulgurantes de determinación.
—Doña Dolores, ¿qué ocurre? —preguntó con cautela, sintiendo cómo el corazón se le encogía por el mal presentimiento.
—¿Tan tranquila? ¡Arréglate, que vamos a prepararme la habitación! ¡Me instalo con vosotros! —anunció la suegra como si lanzase un desafío.
—¿Cómo que se instala? ¿Por qué? —Lucía se quedó inmóvil, incapaz de procesar lo que escuchaba.
En el hogar de Lucía y Javier reinaba la alegría por la espera: Lucía estaba embarazada de cinco meses. Pero la dicha se nublaba por la presencia de su suegra. Desde que Dolores supo del nieto que venía, ahogaba a Lucía con su “cuidado”, del que solo quería huir.
Dolores siempre había sido atenta con su hijo, pero su preocupación por su nuera rayaba en lo asfixiante. Su modo de hablar pesaba como una losa: cada palabra mezclaba un halago con veneno.
—Cuando te miro, me preocupo —declaró un día, apareciendo sin avisar.
—¿Y eso? —se sorprendió Lucía, revisándose sin querer.
—¿No te has visto al espejo? —la suegra entrecerró los ojos—. ¡Flaca como un palillo! Brazos de alambre, cadera estrecha. ¿Cómo vas a parir? Solo tienes bonitos los ojos, por eso mi Javier se enamoró. Fuera de eso, no vales para nada.
Lucía se quedó atónita. ¿Era un cumplido? ¿Un insulto? No sabía cómo reaccionar.
—Seguro que de pequeña enfermabas mucho —continuó Dolores sin pausa—. ¿En qué estaban pensando tus padres?
—¡No me enfermaba! —estalló Lucía—. ¡Mis padres me llevaban cada verano a la playa!
—Por eso lo digo, te llevaban porque eras frágil. ¡Lo habrás olvidado! —sentenció la suegra como si cerrase el tema.
Esa era su “especial” forma de cuidar: nunca un elogio sin una puya. Solo su hijo Javier y su hija Clara, que vivía en otra ciudad, se libraban de sus críticas. A ellos los adoraba sin reservas.
Para el séptimo mes, Lucía temía menos el parto que otra visita de su suegra. Hasta quiso cancelar su cumpleaños con tal de no verla, pero Javier insistió:
—Quiero celebrarte, Luchi. ¡Una fiesta en familia es alegría pura!
Javier, acostumbrado a los modos de su madre, no notaba lo dolorosas que eran sus palabras para Lucía.
—Luchi, ¿por qué no hacemos tu cumple en casa? —propuso una semana antes—. Los restaurantes están llenos, y en tu estado no puedes arriesgarte.
—¿Por qué en casa? —preguntó ella sin entusiasmo.
—Con el parto cerca, ¿para qué exponerte a enfermedades? —argumentó él.
—Vale —susurró—. Pero nada de grandes comidas, no tengo fuerzas para cocinar.
—¡Mamá llegará temprano para ayudar! —anunció Javier con entusiasmo.
Lucía se tensó, sus ojos oscurecieron.
—¿Fue idea de Doña Dolores celebrar aquí?
—¡Qué tiene que ver mamá! ¡Lo decidí yo! —se defendió él.
—¡Claro, como siempre con sus consejos! —estalló Lucía.
—¡Luchi, ella solo quiere lo mejor!
—¡Cállate! Fiesta en casa, pero quien me ayuda es mi madre.
—Los tuyos vienen desde las afueras, tardan una hora, y mamá está a dos pasos —replicó Javier.
—¡Mis padres llegarán la víspera y se quedarán a dormir! —cortó ella.
—¿Por qué tanto enfado?
—¡Una palabra más y les pido que traigan al perro! —rugió.
—Sabes que no soporto los perros —recordó él.
—¡Por eso mismo! —Lucía salió del cuarto dando un portazo.
La víspera de la celebración, los padres de Lucía, Carmen y Antonio, llegaron con regalos. Trajeron verduras de su huerta y ropa para el bebé. Carmen sabía que su hija no era supersticiosa, así que compraba cosas para el niño con anticipación. Lucía y Javier ya tenían la cuna y el cochecito, pero lo ocultaban de la suegra.
—Mamá, no menciones nada de lo del bebé delante de Doña Dolores —rogó Lucía.
—¿Tan pesada es con sus supersticiones? —preguntó Carmen.
—No me deja respirar —se quejó la hija—. Desde que estoy de baja, cada timbre me hace saltar.
—¿Y con Javier cómo estáis?
—Con él, bien. Se pasa el día trabajando. Pero la suegra…
—Esto no puede ser —frunció el ceño Carmen—. Mañana hablaré con ella.
—¡Mamá, no!
—Llevo treinta años siendo madre, no dejaré que nadie te haga daño —cortó Carmen.
Por la mañana del cumpleaños, sus padres ya estaban en la cocina.
—¡Feliz cumpleaños, hija! —Antonio abrazó a Lucía primero.
—¡Nuestra belleza, que seas muy feliz! —se sumó Carmen.
Lucía presumió el regalo de Javier: un anillo y entradas para una exposición que soñaba ver.
—¡Suerte tienes con tu marido! —sonrió Antonio—. Yo ni me acuerdo de qué exposiciones le gustan a tu madre.
—Mamá, ahora me lavo y os ayudo —dijo Lucía.
—Yo pondré la mesa —se apresuró Javier.
La alegría se cortó con el portero automático: era Dolores.
—¡Vaya, los consuegros! ¡Cuánto tiempo sin veros! No visitáis mucho a vuestra hija embarazada. ¿Para qué viajar desde tan lejos? —soltó con sorna.
Carmen no se mordió la lengua:
—Nosotros, Doña Dolores, no nos entrometemos, no como algunos, que van de visita sin avisar. Pero el dinero sí lo enviamos puntual.
La suegra torció el gesto pero calló: la cuñada había tocado fibra. La fiesta transcurrió con tensión, Lucía y Javier evitanLa paz volvió a casa de Lucía y Javier, pero en el aire quedó flotando la pregunta de cuánto duraría esta tregua.