“¡Tenéis un mes para iros de aquí!” —dijo mi suegra. Y mi marido… la apoyó.
Arturo y yo llevábamos dos años juntos, y todo parecía ir de maravilla. No teníamos prisa por casarnos, vivíamos en el piso de su madre, y yo realmente creía que había tenido suerte con mi suegra. Era amable, tranquila, discreta. Nunca se metía en nuestros asuntos, no nos regañaba ni se imponía. La respetaba, escuchaba sus consejos, la llamaba “mamá” y estaba segura de que teníamos una buena relación.
Cuando decidimos casarnos, ella asumió todos los gastos. Mis padres, por desgracia, estaban en una mala situación económica y solo pudieron ayudar de manera simbólica. Le estaba agradecida. Creía que éramos una familia de verdad. Pero cuánto me equivoqué.
Una semana después de la boda, estábamos en la cocina tomando café cuando, sin inmutarse, soltó:
“Bueno, hijos míos, ya he cumplido. He criado a mi hijo, lo he educado, lo he puesto en pie e incluso le he encontrado una buena chica para casarse. Os he pagado la boda. Y ahora, sin ofenderos, tenéis un mes para dejar mi casa. Sois una familia, así que vuestros problemas los resolvéis solos. No os asustéis, al principio será duro, pero aprenderéis a ahorrar, a planificar y a buscar soluciones.”
Me quedé helada. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Intenté bromear:
“¿Mamá, estás hablando en serio?”
Ella asintió:
“Totalmente. Tengo 56 años y quiero vivir para mí. Estoy harta de ser ‘la madre de alguien’, ‘la dueña del piso’, ‘la que siempre salva a los demás’. No quiero más. Si tenéis hijos —y lo decidís—, avisad: no cuenten conmigo. Seré abuela, no niñera. Podéis venir de visita, os recibiré con gusto, pero no voy a entregar mi vida a nadie más. Espero que me entendáis… cuando lleguéis a mi edad.”
No podía creerlo. ¡Acabábamos de casarnos! Apenas nos habíamos recuperado del ajetreo de la boda, y ya nos echaba. Su hijo, mi marido, es copropietario de ese piso —eso constaba en las capitulaciones matrimoniales—. Tiene legalmente derecho a la mitad. Y de pronto ella exige que nos vayamos.
Pero lo peor no fue eso. Arturo… simplemente asintió. No se quejó, no me defendió. Ni siquiera intentó hablar con su madre. Se levantó, abrió el portátil y empezó a buscar pisos de alquiler. Luego dijo:
“Bueno, si ella lo ha decidido… Encontraremos algo, Elena, no te preocupes. Buscaremos algo decente, quizá pueda cambiar de trabajo. Todo saldrá bien.”
Contenía las lágrimas. Por dentro, ardía. Mis padres no podían ayudarnos —lo entendía—, pero jamás nos habrían echado a la calle así. ¿Por qué su madre era tan egoísta?
Quería gritar. Acabábamos de empezar, de construir un camino juntos. Y ella, tan fríamente, nos dejó tirados en la cuneta.
Más tarde, intenté hablar con Arturo a solas. Explicarle que me dolía, que me sentía traicionada. Pero solo se encogió de hombros:
“Es su derecho. Es su casa. Quiere vivir sola. Lo entiendo. No montemos un drama por esto.”
Entonces sentí por primera vez ese frío entre nosotros. Un escalofrío que me recorrió la espalda. Me di cuenta: no tiene opinión. No es un marido, es un hijo. Y mientras ella decida, él obedecerá. ¿Y yo?
Yo sobraba.
Pasó el mes. Alquilamos un piso minúsculo en las afueras. Casi todo mi sueldo se va en el alquiler. Arturo cambió de trabajo, se quedaba hasta tarde. Yo me sentaba en la cocina, a media luz, mirando por la ventana y preguntándome: ¿alguna vez fui de verdad “de la familia”?
Lo intenté, de verdad. Cocinaba, limpiaba, hacía todo por ellos. Pero al final, ellos eran familia. Y yo, la que se puede echar a la calle.
Sí, estoy enfadada. Sí, me duele. Y aún así… quizá esta prueba demuestre si Arturo y yo somos un equipo. O no lo somos en absoluto.
Pero hay algo que aún no entiendo: ¿una madre que quiere a su hijo lo echa a la calle un mes después de su boda, sabiendo que no está preparado, que no tiene un apoyo seguro?
¿O acaso el amor termina donde empieza el egoísmo?