Antonio dejó los cubos de agua en el banco del recibidor de María y estaba a punto de irse, pero la anciana lo agarró de la manga, indicándole que la siguiera a la casa. Se sentó en el ancho banco cerca de la puerta y esperó sus próximas instrucciones.
La anfitriona sacó en silencio una cazuela del horno, hizo un gesto hacia el reloj de pared, como diciendo que era hora de comer, y vertió en un gran tazón un guiso de repollo fermentado, acompañado de un trozo de jamón, una cebolla y una rebanada de pan crujiente. Luego se acordó y puso un cuarto de litro de orujo. Su espalda encorvada estaba envuelta en un chal de lana. Aunque la casa estaba caliente, llevaba pantuflas.
Antonio dijo con una voz suave:
– No rechazo un buen guiso de repollo. Pero no beberé, juré no tomarlo más, besé la medalla del santo, y le dije al propio cura que no tocaría esa peste. La vez pasada armé tal lío en el club cuando celaba a Isabel borracho, que aún me sorprende no haber acabado en la cárcel. Además, tuve que pagar por las sillas rotas. Mi madre dijo que tenías la espalda dolorida, así que vine a traerte agua. Ahora disfrutaré del guiso y luego traeré leña. Igual encuentras alguna otra tarea para mí. Cada vez que mi madre me ve sentado frente al televisor, encuentra una tarea para mí.
Antonio se rio de su propio ingenio al punto de atragantarse. María empezó a darle golpes en la espalda como si estuviera clavando un clavo en la pared. Antonio siguió degustando el guiso con jamón y cebolla, y luego preguntó:
– Abuela, cuando te acuestas a dormir, ¿tu espalda se endereza o tienes que dormir encorvada?
María miró a Antonio con ojos azules, entrecerrados por la sonrisa, y movió la mano en gesto de indiferencia.
– Debiste ser muy guapa de joven, con esa mata de cabello que tienes, las cejas bien arqueadas sobre la frente amplia, y esos ojos que deben brillar como luciérnagas en la noche. ¡Mi Isabel también es hermosa! Deja que te cuente sus virtudes, pero no sé si te bastarán los dedos de las manos: guapa, elegante, modesta, amable, trabajadora, ordenada, cuidadosa, canta bien, baila bonito, generosa, nunca ha estado casada, no bebe, no fuma, no va de fiesta. Fíjate cuántas virtudes.
Antonio notó que los ojos de María reían. El pecho se le movía de forma brusca, pero no emitía sonido.
– Pero qué ojos tan bonitos y claros tienes, abuela, que no parecen de tu edad -observó el chico.- Abuela, ¿conoces a Isabel, verdad?
María levantó los brazos, encogió los hombros, como diciendo: “¿Quién sabe, vosotros sois diferentes?”
– Claro, no somos como vosotros. Le teníais miedo y respeto a los padres. Nosotros, si algo no va con nosotros, abrimos la boca y nos adelantamos sin pensar. Cada quien tiene su opinión. Mi padre siempre me consulta antes de hacer algo. Y mi madre me considera el dueño de la casa. Mis hermanos ya se fueron a la ciudad, yo soy el menor y mientras no me case, viviré con ellos. Quiero casarme y tener muchos hijos. Isabel es hermosa. Como veterinario te digo, está sana y puede tener todos los niños que quiera. Ya, hasta se me olvidó decirte que es fuerte y saludable. Bueno, ¿te han alcanzado los dedos?
Antonio se llenó bien el estómago, con el calor del hogar se adormecía. A pesar de que a María le dolía la espalda, la casa estaba impecable. Llamaba la atención la gran cama con colchón de plumas, almohadas hasta el techo y un cubrecama.
Antonio se dejó llevar por la ensoñación:
– ¡Qué bien me vendría una cama así en mi noche de bodas! Aunque tal vez no: uno se cocería demasiado en el colchón de plumas y se olvidaría de todo.
Y continuó en voz alta:
– Isabel terminará sus estudios, volverá al pueblo y celebraremos la boda. Estudia para ser enfermera. Imagínate, sería perfecto: yo cuido de los animales, ella de las personas. Aunque mi madre a veces le dice “animal” a mi padre. Y nos veo a todos igual. ¿Escuchaste que Fetén robó la moto de Pedro y la hundió en el lago? ¡Es un animal! Y Víctor fumó en el pajar y casi quema la casa. ¡Otro animal más!
El peor fue Sergio. Engañó a Elena, ella quedó embarazada y él regresó de la ciudad con otra novia. Elena estaba desesperada, pensamos que se haría daño. Ayer la vi, lucía contenta, dijo que sería un niño, que Dios se lo dio para alegrarla. Yo pienso, ¿cómo puede Sergio pasar por delante de su casa sabiendo que su hijo vivirá allí? Pero yo nunca dejaré a Isabel. ¡La veo y quiero abrazarla con tanta fuerza! Tanto, que se disuelva en mis brazos y seamos uno. Pero es una chica pudorosa, antes de la boda nada de eso. Esa boda marcará una frontera que, por mucho que me mate, no pasará, no la arrastraré por la frontera a la fuerza. Será una gran enfermera, enderezará tu espalda enseguida. Sus inyecciones ni duelen, un mosquito pica peor. A veces pienso que cuando el municipio nos dé una casa, te extrañaré, abuela, porque no viviremos cerca. Pero no te preocupes, siempre encontraré tiempo para ayudarte y charlar contigo. ¿Qué más tienes para probar?
María hábilmente volvió a coger el cucharón y sirvió un plato de olla podrida. El aroma del guiso de legumbres llenó el ambiente. Antonio inhaló tan fuerte que casi se le torce la nariz. Cogió una cuchara y, como un niño, golpeó la mesa. María sonreía, sus ojos brillaban al ver que el muchacho disfrutaba de su comida.
– ¿Por qué no te tumbas en la cama mientras como? ¿O sólo la tienes de adorno? No te preocupes, algún día con Isabel la usaremos bien.
Antonio se atragantó de nuevo, pero María no le dio golpes en la espalda. Quería consolarlo, agradecerle por su alegría, por haber conversado con ella, por dedicarle tiempo, por no haberse apresurado a irse a casa. Con sus manos ásperas y callosas le acarició la espalda, dando leves golpecitos, y luego le besó en la cabeza.
Antonio se levantó de la mesa diciendo:
– ¿Y ahora cómo se trabaja con el estómago lleno? Aquí da para tumbarse en la cama de plumas.
Rió y salió al patio. Trajo varios haces de leña, barrió el recibidor, fue al corral, revisó el alojamiento del cerdito y finalmente se despidió de la dueña antes de regresar a casa.
– ¿Dónde estabas metido? Isabel lleva llamándote y no logras acabar de charlar con María.
– ¿Y cómo sales de ahí? Siempre tiene algo que decir, otro tanto que pedir, -respondió riendo el hijo.- Mamá, ¿ella siempre fue muda?
– No, hijo. En los tiempos de la guerra cantaba como una estrella. Iba de casa en casa cantando canciones patrióticas. Cuando llegaron los enemigos, empezó a cantar “La guerra sagrada” y le cortaron la lengua. Los guerrilleros la salvaron, no lograron matarla. Pensábamos que había nacido muda, pero el jefe del pueblo nos contó recientemente. Su aldea decayó y como la nuestra prospera, la ayudaron a asentarse aquí. A veces somos peores que animales, nos metemos en nuestras casas olvidando a los demás. Aunque sea muda, entiende todo.
– Mamá, ella habla con los ojos. Le hablo de Isabel y se ilumina. Cuando le cuento de Sergio, su mirada lanza chispas. Y, ¿sabes, mamá? Tiene manos muy suaves. Parece nadie para mí, pero deseo hablar, compartir con ella.
¿Sabes por qué? Porque es bondadosa, habla con el alma. Y no gesticula como los mudos, más bien parece pensativa. Mañana prometí arreglarle algo en el granero, lo pidió mucho. Estaré ocupado, así que no inventes trabajo para mí.