**El Regreso a la Ciudad de la Traición**
Alicia removía el cocido en la cocina cuando el móvil sobre la mesa emitió un pitido breve. Era un mensaje de su mejor amiga, Vega. «Ven al café, necesito hablar», decía el texto, seco. Alicia intentó llamarla de inmediato, pero Vega no contestó. Algo le apretó el pecho, pero decidió que debía ir. Apagó el fuego, se cambió rápidamente, y en media hora estaba entrando en su café favorito. En una mesa del rincón estaba Vega. Y a su lado, Íker. El marido de Alicia. Sus posturas no dejaban lugar a dudas.
—¿Vega? ¿Íker?— La voz de Alicia temblaba, igual que sus manos.
Vega, sin pestañear, se sentó en las piernas de Íker y acercó su rostro al suyo. Íker intentó levantarse, pero Alicia ya se daba la vuelta y salía del local.
Aquella escena fue la gota que colmó el vaso. Antes habían habido sospechas, rarezas, las supuestas “horas extras” de Íker. Pero que su amiga de la infancia estuviera involucrada en la infidelidad lo destrozó todo. Su corazón y su confianza.
Alicia y Vega crecieron juntas en un tranquilo pueblo de provincia. Vega era huérfana—su madre desapareció, y nunca conoció a su padre. La crió una abuela callada. Alicia, en cambio, era la hija querida de una familia unida. Sus padres solían llevar a Vega con ellos—a meriendas, al cine, a ferias. Vega se aferró a ellos como si fueran suyos. Toda su infancia fue un “nosotras”: trepaban a los árboles, jugaban a las casitas, soñaban con escapar juntas a la gran ciudad.
Y Alicia lo logró. La facultad de Medicina, la boda con Íker—hijo de un empresario adinerado—, un piso en la ciudad, un puesto como médica. Vega se quedó en el pueblo, vendiendo zapatos. Pero cuando Alicia le ofreció mudarse con ella, Vega aceptó sin pensarlo. Hasta Íker la ayudó a encontrar un piso de alquiler.
Lo que Alicia no sabía era que, en secreto, Vega e Íker ya se hablaban. Que él la recogía en la estación. Que, a sus espaldas, empezó un romance. Todo salió después. Primero, la extraña distancia de su marido. Luego, el mensaje de Vega citándola en el café. Y, por último, esa escena imposible de olvidar.
Un mes después, Íker pidió el divorcio. Vega se mudó al piso que había sido suyo. Alicia, apretando los dientes, regresó a su pueblo natal. Trabajó como médica de familia en el hospital local y alquiló una habitación. Allí la encontró el director del hospital, ofreciéndole dirigir un departamento—el antiguo jefe se jubilaba.
Un día, en una ronda de visitas, Alicia conoció a un nuevo paciente: un hombre serio, de ojos bondadosos. León Romero. Su rostro le resultaba familiar, pero no sabía de qué. Más tarde, hablando, él soltó una carcajada:
—¿No serás la niña a la que salvé de caerse de un árbol hace años?
Alicia se quedó paralizada—el recuerdo volvió de golpe. De pequeñas, volviendo del colegio, ella y Vega habían trepado a un olmo viejo. Su vestido se enganchó, asustándose… hasta que unos brazos fuertes la atraparon. Y una voz: «¿Para qué subes? Es peligroso».
Ahora esa voz volvía a sonar cerca. Y traía una calma que no sentía desde hacía tiempo.
Dos semanas después, León la invitó a celebrar su alta. Dudó, pero al final aceptó. Y, desde entonces, todo fluyó. Se hicieron cercanos, se veían más. Hasta que, pronto, se casaron.
Ahora Alicia vive con León en una casa grande a las afueras. Tienen gemelos. Sus padres están felices. Y la vida, por fin, tiene sentido.
¿Y Vega? Volvió a la provincia, a vivir en el piso de su abuela. Íker perdió el interés rápido y la echó. Dicen que ahora trabaja en una frutería. Amargada y resentida. Y el boomerang, como se sabe, siempre vuelve. Y duele cuando te golpea.