Marcos regresó a casa y nada más abrir la puerta, sin quitarse ni los zapatos ni el abrigo, exclamó:
– ¡Lucía! Tenemos que hablar seriamente…
Y de inmediato, sin tomar ni un respiro, abrió los ojos con expresión sorprendente:
– ¡Estoy enamorado!
«Vaya, vaya, – pensó Lucía, – parece que nos ha llegado la crisis de la mediana edad. Bienvenida, bienvenida…», pero sin decir nada, observó a su marido con mucha atención, cosa que no hacía desde hacía cinco o seis años (o tal vez ya fueran ocho).
Dicen que antes de morir, ves pasar toda tu vida ante tus ojos, y Lucía comenzó a ver pasar toda su vida en común con Marcos. Se conocieron de manera trivial: por internet. Lucía se quitó tres años de edad, mientras que su futuro marido se añadió tres centímetros de altura, y de esta manera tan sencilla pero complicada a la vez, consiguieron encajar dentro de los criterios de búsqueda del otro… y encontrarse.
Lucía ya no recordaba quién escribió primero a quién, pero sabía con certeza que el mensaje de su futuro esposo estaba libre de vulgaridad y adornado con una ligera autoironía, algo que le atrajo profundamente. A los treinta y tres años y con un físico promedio, evaluaba con lucidez sus posibilidades en el mercado matrimonial y entendía que, si no estaba en la última fila, sería en la penúltima, así que firmemente decidió morderse la lengua en la primera cita, abrir los oídos, ponerse las gafas de color de rosa y la ropa interior de encaje, y llevar en el bolso unas galletas caseras y un tomo de Unamuno.
La primera reunión fue sorprendentemente sencilla (¡qué diferencia hace vestirse para la ocasión!), su romance se desarrollaba apasionada y velozmente.
Disfrutaban tanto el uno del otro que, tras seis meses de encuentros regulares y la constante presión de los padres, que habían perdido la esperanza de ver nietos en esta vida, Marcos se armó de valor y le propuso matrimonio a Lucía. Presentaron rápidamente a sus familias, la condición de celebrar una boda íntima fue unánimemente aceptada por los padres y, para evitar que alguien cambiara de opinión, eligieron el primer día libre disponible para casarse.
Vivían, según Lucía, en armonía. El clima familiar era cálido con pequeñas oscilaciones de temperatura, sin pasiones desenfrenadas, pero alegre y respetuoso: ¿no es eso felicidad?
Marcos, siendo un típico representante del género masculino, más sencillo y directo, se despojó del estrecho traje de “macho empático-romántico-abstemio con manos de oro” a unas pocas semanas de casados y se mostró tal como era: un hombre sencillo, trabajador y cariñoso en cómodos pantalones de chándal.
Lucía, como representante del complejo género femenino, aflojaba poco a poco su apretado corsé de “ama de casa-sexy-intelectual-sorda-muda”, pero el embarazo aceleró rápidamente este proceso y, al cabo de un año, también se despidió de su personaje aliviada, cambiándose a un cómodo albornoz.
El hecho de que, a pesar de abandonar sus personajes, ninguno huyera de la relación ni recriminara nada al otro, convenció a Lucía de la corrección de su elección y fortaleció su fe en su unión.
El día a día y la crianza de dos hijos nacidos en rápido sucesión zarandeaban su barco familiar de vez en cuando, pero nunca hubo naufragio y, después de las tormentas, volvían a navegar tranquilos por el mar de la vida.
Abuelos y abuelas, felices, ayudaban como y donde podían, en el trabajo ascendían lentamente pero seguros por la escalera profesional, sin dejar de viajar, dedicar tiempo a sus hobbies y, por supuesto, el uno al otro, manteniéndose dentro de los promedios nacionales.
Ahora, llevaban ya doce años casados, y en todo este tiempo Marcos nunca había sido sorprendido en una infidelidad o incluso en un ligero coqueteo con alguien, aunque Lucía no era especialmente celosa, y podría haberse permitido tal travesura sin provocar una pelea. Se lo imaginó coqueteando y sonrió sin querer, ya que la imagen que le vino a la mente era muy cómica y absurda. Todo se debía a que, después de varios intentos fallidos de hacer un cumplido de la manera tradicional, al inicio de su relación, su marido decidió cambiar de táctica y ahora hacía cumplidos solamente en silencio (¿o a través de ultrasonidos que Lucía no podía percibir?), simplemente abriendo los ojos como un tarsio.
A lo largo de los años, Lucía había aprendido a interpretar todo el abanico de emociones de Marcos según el grado de redondez de sus ojos: desde la admiración salvaje, la aprobación satisfactoria, la sorpresa involuntaria, la perplejidad inesperada, la falta de comprensión y hasta la indignación total. Ahora, se lo imaginaba frente a una rata, haciéndole cumplidos uno tras otro, y sus ojos abriéndose más y más…
A Lucía se le secó la garganta, imaginando la transformación de Marcos en un tarsio, sonrió nerviosamente y susurró:
– Bueno, ¿y cómo se llama tu rata…?
Los ojos de Marcos realmente se abrieron más, y mientras se movía torpemente por todo su cuerpo, tartamudeó:
– ¿Cómo…? ¿Cómo has podido…? ¿Cómo se te ha ocurrido…? ¿Cómo has adivinado que estoy enamorado de una rata? ¡Vaya, eres increíble…! No pude resistirlo, me sorprendió tanto al verla… mira qué linda es, qué suave, qué hermosa… se parece tanto a ti…
Marcos sacó de su chaqueta una pequeña ratita gris con orejas rosadas translúcidas, una nariz rosa y ojos negros de cuentas.
Después de eso, Lucía ya no escuchaba nada. Observaba a su marido, su nueva amiga, sus recíprocas caricias y era infinitamente feliz de que él se hubiera enamorado precisamente de aquella rata, que se parecía tanto a ella…