**El encuentro**
Lucía era la chica más discreta de su clase. Al menos, eso creía ella. Pequeña, delgada, con pelo pelirrojo… Su complexión la hacía sentirse insegura, mientras envidiaba a sus compañeras rubias y de ojos azules.
—Hija mía, aún florecerás como un capullo de rosa— la consolaba su madre—. Yo también tardé en parecer una señorita. Hasta los dieciséis. No te apresures, que conquistarás corazones. Ahora solo tienes trece.
—No me apresuro, mamá— murmuraba Lucía, bajando las pestañas, aunque sus ojos verdes delataban su anhelo. Se miraba al espejo y suspiraba.
Desde hacía tiempo, admiraba en secreto a Diego, un chico de otro grupo. Alto, deportista, carismático. Su valentía en los juegos rayaba en la temeridad. Durante las clases de educación física, Lucía lo observaba jugar al baloncesto. Diego contagiaba su energía al equipo, llevándolos a la victoria.
Aunque no fuera tan atractivo, igual le habría gustado. Pero su sonrisa radiante y su popularidad la alejaban de él. Siempre rodeado de amigos y admiradoras: imposible acercarse. Hasta los breves cruces en el pasillo la emocionaban, pero su timidez la traicionaba. Al encontrárselo, desviaba la mirada al instante…
Nadie conocía su secreto, aunque Lucía temía que todos lo advirtieran. Le aterraba que se burlaran… o peor, que el propio Diego lo supiera.
Decidió olvidarlo. Al principio le costó, pero con esfuerzo logró calmarse. Incluso se enorgullecía de su determinación.
—Basta evitar encontrarlo— se repetía. Si lo veía en el instituto, cambiaba de rumbo o se escondía tras otros alumnos.
Pasaron dos años. Lucía estudió con dedicación, creció y ganó confianza. Las predicciones de su madre se cumplieron: aquel verano, se transformó en una joven esbelta y elegante.
Tras terminar la ESO, ingresó en un ciclo formativo. Las noticias de Diego y sus antiguos compañeros las recibía de Isabel Fernández, su profesora favorita, quien vivía en su mismo barrio.
Nunca asistía a las reuniones de exalumnos. Su promoción no era unida. Solo fue una vez, cuando organizaron un homenaje por el trigésimo aniversario de la jubilación de Isabel.
Lucía contuvo la respiración al ver a Diego. Alto, canoso, barba cuidada. Nada que ver con el chico travieso de antaño, excepto aquellos ojos brillantes y juguetones.
El salón de actos bullía. Tras los discursos, los grupos charlaban entre abrazos.
Su sorpresa fue mayúscula cuando Diego se acercó, sonriendo:
—Ahí está mi amor platónico del instituto… Lucía.
Inclinó levemente la cabeza y le besó la mano. Como si los años no hubieran pasado, ella enrojeció.
—¿Amor? ¿Yo?— tartamudeó—. ¿Por qué me entero ahora?
Ambos rieron. Todos tenían familias: Diego, hijos; Lucía también.
Charlaron apartados. Él habló de su trabajo y su vida.
—Yo tengo un hijo— dijo Lucía, como siempre soñó. Tras un silencio, preguntó—: Pero… ¿por qué yo? Era tan callada… Y tan poco atractiva…
—Precisamente por eso. No me buscabas como las demás. Pasabas orgullosa, sin mirarme… Ni se me ocurrió abordarte. Eras misteriosa. Me encantabas. Aunque ahora solo sea un recuerdo dulce.
—Tú a mí también…— confesó ella de pronto—. Pero no podía acercarme entre tanta gente… Jamás me atrevería a dar el primer paso. Solo fue un flechillo de adolescencia.
—Quién sabe…— musitó Diego—. Quizá nos perdimos algo sin querer.
—Quizá— rio Lucía—. Nos veremos en otra vida.
—Buscaré tus ojos verdes— susurró él, con una sonrisa melancólica. Ella, en efecto, era hermosa. Un capullo tardío, como dijera su madre.
—¡Mamá! Papá y yo hemos venido a buscarte— interrumpió un joven abriéndose paso entre la multitud.
—Te presento a mi hijo— dijo Lucía.
—Diego— saludó el chico, efusivo.
—Diego Martín— tendió la mano el hombre, mirando a Lucía con ternura y perplejidad.
Ella le sonrió y se dirigió a la salida. En la puerta, Diego la alcanzó.
—Escucha, Lucía…— sus ojos brillaban—. Gracias.
—¿Por qué?— inquirió ella.
—Por el hijo. Otro Diego crece… Gracias por recordarme.
Lucía asintió. Subió al coche y se acomodó atrás.
—¿Qué tal?— preguntó su marido al volante.
—Bien— respondió—. Muchos vinieron. Fue bonito… Y un poco triste. El tiempo nos cambia… Me alegro por Isabel. Una maestra ejemplar. Ojalá viva para seguir inspirando alumnos…